Durante años, en Italia, había que armarse con linternas y focos, había que escudriñar los rincones más remotos para encontrar un votante declarado de Berlusconi. Quien más y quien menos podía contar con la nítida lectura que permitían los resultados electorales para comprender que el trasvase de la Democrazia Cristiana cuadraba, que habíamos pestañeado un momento y donde antes estaban ellos ahora estaba escrito Forza Italia. Tangentopoli se había resuelto, a la postre no resuelto, de esta manera, como si ahora en España se sustituyera en bloque al PP por Ciudadanos: una garantía para que nada cambiase.
Hablar de voto cautivo para explicar resultados de mayorías es usar un concepto insultante para muchas personas. Desgraciadamente, si buscamos razones, hallaremos un mecanismo más perverso, que tendríamos que asumir para comprender correctamente lo que sucede en nuestra sociedad. No niego la existencia de votantes que desgraciadamente no tienen casi elección. La complicidad social tiene grados y la ideología tiene capacidad de sobra para ponernos en bandeja coartadas y autoengaños con que justificarnos, pero no todo se puede meter en el mismo saco. Hay niveles directos de implicación en las esferas sociales vinculadas más estrechamente con la política, ya sea por beneficios recibidos, ya sea porque se ve en peligro el estatus, pero por fortuna, aunque no son casos aislados, sí son muy extremos. Se diría que además resultan de sobra compensados por quienes desgraciadamente han empezado a quedar al margen, por quienes carecen de trabajo y de influencias.
Regresando al ejemplo italiano del que partía, hay otro síntoma alarmante cuando consideramos a día de hoy lo que significó Mani Pulite: en los 90 había una moral pública que podía hacer caer de un plumazo un entero partido, incluso aunque se tratara de una de las piezas claves constituyentes de la República italiana en 1946. Sin embargo, nadie se rasgó las vestiduras, ni dijo que se estuviera atentando contra el pacto social. Al contrario, hubo un sentimiento nacional de vergüenza. Con los democristianos, escindidos y polarizados hacia otras alianzas, cayó también Craxi y las siglas que representaba se diluyeron, a pesar de tímidos esfuerzos por hacerlas rebrotar. No volverían ya a ser determinantes.
En estas condiciones, lo que uno se esperaría sería la desaparición del votante de dichas opciones, pero no la invisibilidad del votante nuevo. Este fenómeno se puede analizar de dos maneras. La sociología tiende a hacerlo a partir de datos, pero éstos no siempre explican lo que captamos a través de sensaciones, mediante el análisis directo que nos proporciona el contacto con las personas. En este sentido, lo que Forza Italia supuso con ese gran anatema político que constituía la representación directa de los intereses económicos privados en el Estado, revelaba un peligro que la socialdemocracia debería haber estudiado en su momento. El voto a Berlusconi era un voto de identificación, de pertenencia a un engranaje, no ya a una clase social. Había empezado a instalarse el discurso de que si le va bien a quien te ha dado el puesto de trabajo, será también beneficioso para ti. De ahí esa contradicción, en un periodo de incertidumbre en que, con los primeras metas conseguidas de esa llamada sociedad del bienestar, los desajustes que actualmente padecemos no se vislumbraban en el horizonte. Lo cual marcó, ante la completa ceguera de la izquierda, una transición desde la conciencia de clase del pasado siglo hacia nuevos modelos de identidad. Y ahí, el poder mediático que Berlusconi monopolizaba le hizo ganar decisivamente terreno. Por eso había en sus votantes una cierta conciencia de culpa que los convertía en mayoría invisible, al menos durante la primera década de existencia de este partido y de su transformación en las sucesivas coaliciones.
No obstante, hubo una ceguera mayor, que ha llegado casi hasta nuestros días, el grave error de la socialdemocracia y de su abrazo a la remodelación de la tercera vía era, si consideramos estas premisas, el definitivo suicidio político al que puede verse abocada si no rectifica urgentemente: al reducir gradualmente el peso de lo público, redujo visiblemente el peso de voto por identificación, que fue yendo a parar poco a poco a manos de los representantes de quienes tutelaban legítima o no tan legítimamente, según hemos comprobado, los sectores privados para los que ahora cada vez más gente trabajaba. Romper esta cadenas de identidades sólo se puede conseguir recobrando el terreno perdido y politizando la esfera pública, ampliando los márgenes de participación ciudadana. Pero la espectacularización mediática a la que hábilmente nos han sometido supone un obstáculo. La influencia de ésta sólo ha empezado a quebrarse con el paulatino protagonismo que van adquiriendo las nuevas formas de comunicación y las redes sociales, lo que en gran medida ha permitido la actual momentánea reacción.
Es evidente que Podemos ha sido la iniciativa, ahora ya transformándose en partido, que mejor ha leído nuestro panorama. Pero su base es la de los nuevos niveles de marginación social: el paro, la precariedad, las jóvenes generaciones no integradas en el sistema, el descontento intelectual y la intolerancia ante la corrupción. Careciendo de otras fuentes de voto de identificación, sus límites actuales de apoyos pueden oscilar entre un 15 y un 30% de votantes potenciales. Algo que parece un milagro para un partido que aún está construyendo su infraestructura. Para un asalto al poder se va a necesitar algo más. A tenor de lo previsible, en el actual laboratorio de estas elecciones municipales parece que esa otra vía, con estrategias integradoras como Syriza, pero con formas de organización más cercanas a las de Podemos, se pueda presentar como una solución más exitosa, como un camino adecuado para recoger mayores consensos. La mejor noticia de todo esto, en el caso de que los resultados ratificaran las previsiones, es que muchas personas empezamos a recobrar una opción política que nos represente. La duda, que ha de resolverse el próximo 24, es si en las próximas generales convendrá apostar por un Ahora España, mientras Podemos termina de organizarse, sin precipitación y sin pasos en falso. Ya sabemos por otras formaciones emergentes que la prisa no es buena consejera. La prudencia, a pesar de la necesidad de aprovechar un momento clave, con que Podemos ha renunciado a las municipales es garantía de voluntad de hacer las cosas bien. Y si algo es imprescindible, considerando lo que se otea en el horizonte, es que las cosas se hagan bien.