Ver cómo nos comunicamos en webs sociales como Facebook es muy útil para comprender definitivamente que nuestra opinión no es propia. Ni siquiera propia de nosotros. Lo cual no es una gran novedad, ni tampoco es necesariamente un síntoma negativo. A fin de cuentas, el aprendizaje es un constante proceso de imitación. Sólo que hasta ahora estábamos acostumbrados a digerirlo todo para organizar luego nuestro discurso, la expresión de lo que nos interesa. Así se suele definir el punto de vista, seleccionando lo que es importante y exponiéndolo en un orden adecuado para transmitir nuestras reflexiones.
Pero de pronto nos vemos inmersos en un nuevo espacio que de alguna manera nos representa y que va tomando cuerpo como si tuviera vida propia. Los amigos que van integrándose pueden ser incluso auténticos desconocidos; en general, nos encontramos con una mezcla indefinible de familiares, compañeros de trabajo, desaparecidos rescatados del pasado, amigos de amigos, etc. También aquí aparecen substratos. La arqueología de Facebook se remonta a diferentes momentos de expansión. En mi caso me vi, por puro azar, con un perfil elaborado por curiosidad informática. Conocí Facebook cuando sus creadores difundieron en las universidades europeas el producto siguiendo la misma estrategia con que lo habían lanzado en su país de origen. Me parece que tuve que esperar casi un año para que aquello dejara de ser una página en blanco. En Europa, el invento no tuvo un éxito inmediato y, además, la competencia había iniciado a dar tímidos pasos ofreciendo alternativas. Después su uso se fue difundiendo, diversificando, y empezó gradualmente a convertirse en un foro donde uno podía seguir las actividades de instituciones o de personas sobre las que se quería estar informado. Por otra parte, se reveló como un discreto medio para estar en contacto con quienes sabías que lo utilizaban. Un desarrollo que había sido, pues, lento y progresivo, hasta que el aluvión de usuarios de los smartphones marcó una radical aceleración. En cuestión de meses estábamos ya casi todos facebookizados y éramos ya casi todos facebookfrénicos.
Todo esto no hizo sino acelerar el triunfo de las modalidades de comunicación que se habían desarrollado con los móviles. Y por lo tanto el juego no se basa sólo en la difusión de una noticia, un artículo o una opinión que consideras de interés para una parte de los integrantes de tu agenda. Ahora lo que predomina es la estrategia del «pásalo», la síntesis -casi de comunicación publicitaria- del «qué piensas», la inmediatez del «me gusta», la sucesión constante de imágenes que circulan como tarjetas de visita y que parecen una confesión psicoanalítica de nuestras más perversas y horribles obsesiones. Sólo que aquí no hay terapeuta, más bien una procesión de ciegos sin ninguna guía.
Sería muy divertido exportar este sistema a la vida cotidiana y encontrarse en un bar con los amigos y, sin que mediara palabra alguna, enseñarles fotos y notas o recitarles una sentencia. Por economía verbal, también podríamos reducir los diálogos a teewts. Se darían, sin duda, situaciones muy curiosas: si ignoramos los mensajes de algún interlocutor se puede poner la excusa de que el comentario había sido clasificado por error como spam. Esto además resolvería conflictos de naturaleza diplomática, pues nos bastaría con activar o desactivar los permisos y, en casos extremos, hacer uso de la lista negra. Y, por supuesto, gozaríamos de las grandes ventajas que da la asincronía, pudiendo colocar en cualquier lugar notas con mensajes a la espera de que nuestros destinatarios las reciban. Beneficios que afectarían incluso a la prensa, pues permitirían reducirla a simples recortes de periódico.
Comunicarse sin pensar, a ser posible. En el fondo, se trata de eso.
Pero de pronto nos vemos inmersos en un nuevo espacio que de alguna manera nos representa y que va tomando cuerpo como si tuviera vida propia. Los amigos que van integrándose pueden ser incluso auténticos desconocidos; en general, nos encontramos con una mezcla indefinible de familiares, compañeros de trabajo, desaparecidos rescatados del pasado, amigos de amigos, etc. También aquí aparecen substratos. La arqueología de Facebook se remonta a diferentes momentos de expansión. En mi caso me vi, por puro azar, con un perfil elaborado por curiosidad informática. Conocí Facebook cuando sus creadores difundieron en las universidades europeas el producto siguiendo la misma estrategia con que lo habían lanzado en su país de origen. Me parece que tuve que esperar casi un año para que aquello dejara de ser una página en blanco. En Europa, el invento no tuvo un éxito inmediato y, además, la competencia había iniciado a dar tímidos pasos ofreciendo alternativas. Después su uso se fue difundiendo, diversificando, y empezó gradualmente a convertirse en un foro donde uno podía seguir las actividades de instituciones o de personas sobre las que se quería estar informado. Por otra parte, se reveló como un discreto medio para estar en contacto con quienes sabías que lo utilizaban. Un desarrollo que había sido, pues, lento y progresivo, hasta que el aluvión de usuarios de los smartphones marcó una radical aceleración. En cuestión de meses estábamos ya casi todos facebookizados y éramos ya casi todos facebookfrénicos.
Todo esto no hizo sino acelerar el triunfo de las modalidades de comunicación que se habían desarrollado con los móviles. Y por lo tanto el juego no se basa sólo en la difusión de una noticia, un artículo o una opinión que consideras de interés para una parte de los integrantes de tu agenda. Ahora lo que predomina es la estrategia del «pásalo», la síntesis -casi de comunicación publicitaria- del «qué piensas», la inmediatez del «me gusta», la sucesión constante de imágenes que circulan como tarjetas de visita y que parecen una confesión psicoanalítica de nuestras más perversas y horribles obsesiones. Sólo que aquí no hay terapeuta, más bien una procesión de ciegos sin ninguna guía.
Sería muy divertido exportar este sistema a la vida cotidiana y encontrarse en un bar con los amigos y, sin que mediara palabra alguna, enseñarles fotos y notas o recitarles una sentencia. Por economía verbal, también podríamos reducir los diálogos a teewts. Se darían, sin duda, situaciones muy curiosas: si ignoramos los mensajes de algún interlocutor se puede poner la excusa de que el comentario había sido clasificado por error como spam. Esto además resolvería conflictos de naturaleza diplomática, pues nos bastaría con activar o desactivar los permisos y, en casos extremos, hacer uso de la lista negra. Y, por supuesto, gozaríamos de las grandes ventajas que da la asincronía, pudiendo colocar en cualquier lugar notas con mensajes a la espera de que nuestros destinatarios las reciban. Beneficios que afectarían incluso a la prensa, pues permitirían reducirla a simples recortes de periódico.
Comunicarse sin pensar, a ser posible. En el fondo, se trata de eso.