Hola, ¿te acuerdas de mí?

No hay que darle más vueltas, si no son buenos tiempos para la literatura es porque resulta mucho más ameno y económico leer la vida. Hay que reconocer que esta maldita crisis favorece ya cualquier cosa, incluso nuestra desidia, hasta el punto de convertirnos sin quererlo en víctimas propiciatorias. De hecho, uno empieza a dudar de su propia condición y estado. No hace mucho que perdimos nuestra solidez y quedamos inmersos en esta modernidad líquida, pero somos ya tan vulnerables y estamos sometidos a tantas variables que uno se teme que la cosa haya ido a más y que, con esta falta de liquidez que nos concierne, nos estemos moviendo en estado gaseoso y hasta nos transformemos, sin darnos cuenta, en plasma.

Para quienes, como en mi caso, nunca tuvimos serias aspiraciones de petrificarnos, la maleabilidad de aquello a lo que llaman ser siempre fue aceptada como una ventaja. Bien usada, se revela un perfecto camuflaje. Lástima que el estilo ocasional se preste a menudo a lecturas equivocadas, sobre todo en las zonas de paso, que son espacios poblados por los mejores semiólogos del planeta: ladrones, timadores, carteristas, etc. También en este sector hay una profunda crisis y trae cuenta ponerse al día sobre los nuevos avances de tales ciencias.

Tarde o temprano a todos nos llega el momento equivocado, el de salir del trabajo cansado pero sin prisas, el de ir vestido para la ocasión, el de esbozar sin quererlo una sonrisa amable mientras dialogas con tus pensamientos. Detalles irrelevantes, pero que nunca pasan desapercibidos al ojo atento. De pronto, un coche frente a ti, un cristal de una ventanilla que se baja:

-Hola, ¿qué tal?, ¿te acuerdas de mí?

Un poco por confusión (normal si tu profesión te hace conocer más de mil personas nuevas cada año), un poco por cortesía, acabas dando la respuesta previsible:

-Sí, ¿cómo te va? – esperando que el presunto (des)conocido no te entretenga, ya que va conduciendo.

Sin embargo, ante tu asombro, él prosigue la conversación, sin darse cuenta de que tú ya notas un acento extraño, y no sólo eso:

-Muy bien, me va muy bien. Al final me fui a Alemania y me hice sastre. He montado una empresa exclusivamente para tejidos de cachemira.

Ningún italiano que se precie se hace sastre; son todos diseñadores o estilistas, tanto si cortan telas, como si cortan pelo.

Llegados a ese punto, no quedaba más que añadir, sino que me alegraba mucho; mientras, me disponía ya a proseguir por mi camino. Pero a un buen profesional no puede escapársele fácilmente un pollo, aunque no sea capaz de captar que el animal en cuestión no lleva relleno. Insiste:

-Oye, ¿me puedes pasar tu tarjeta y te mando un regalo del muestrario para que lo promociones?

Tampoco le disuade el que no tenga tarjeta y me hace esperar a que aparque para darme la suya. La broma pudo salirle bastante cara. Arranca buscando el lado de la acera con menos testigos y casi se lo lleva por delante un impaciente autobús romano. Me acerco entonces con inenarrable placer contenido, consciente ya de tener la sartén por el mango. Pero no me da su tarjeta. Me estrecha fuertemente la mano (como si de un aprendiz de político se tratara) y me agasaja con una de sus supuestas chaquetas de cachemira, modelo «saldos del zoco», señalando con el dedo el logo de su empresa en la bolsa y recordándome que su dirección iba escrita en la etiqueta.

Todo buen timador es ladrón de guante blanco y espera de la víctima una manifiesta complicidad. Yo lo habría honrado con una compensación económica sólo por el espectáculo, por la hábil ejecución o, como mínimo, por el inesperado homenaje al surrealismo en que me veía involucrado. Pero entonces me solicitó como único favor que le diera algo de dinero, una cantidad, por supuesto, muy inferior al inefable precio de la prenda. Al parecer, él tenía que regresar a Alemania y no le llegaba para los gastos del viaje. Desgraciadamente, sentí mostrarle los tristes quince euros que quedaban en mi cartera y hacerle saber que mi cajero automático se había quedado perdido en un supermercado diez días antes. Comprendió que el pollo ya venía desplumado, por lo que recuperó su bolsa y se marchó con gesto contrariado.

Es interesante poder reconocer en nuestro propio plasma genético la herencia del pardillo. Condición que seguramente han debido captar nuestros políticos y banqueros durante los últimos años. ¿Os acordáis de ellos? Sus rostros complacientes, sus chaquetas de cachemira, sus juegos de cacerolas, sus pantallas de plasma, sus sartenes por el mango, sus apretones de mano. Amabilidad, persuasión, rapidez, regalos, compromisos, firmas. La letra pequeña. Liquidados.

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