A pesar de las frecuentes iniciativas de los indignados españoles, a pesar de una mayor protesta, de un hastío más fuerte recorriendo nuestras calles y ciudades, parece más difícil a día de hoy una canalización política como la que ha llevado a cabo el M5S en Italia. Las razones son evidentes, pues hablamos de dos panoramas nacionales bastante antagónicos. Mientras que en España se ha asistido a una alternancia política, primero de periodos largos, luego más breves, mientras que ésta ha condicionado una renovación de candidatos, una búsqueda de nuevas estrategias de imagen y de comunicación, en Italia se padecía una hegemonía inexplicable. Berlusconi cuenta, sin duda, con más caídas que Cristo. Su calvario ha sido anunciado tantas veces que resulta asombroso que sus opositores se sigan llamando a engaño. Ayer mismo tuvo que hacer una nueva advertencia Massimo Cacciari en el programa de debate político Servizio Pubblico, una de los últimas reservas de libre opinión, que dirige y presenta Michele Santoro. El personaje sigue ahí y no se le debe dar por muerto.
Resulta evidente que el desengaño del ciudadano italiano respecto a la casta política dirigente, en estas circunstancias, ha empezado a actuar en bloque. Se duda del sistema, la manipulación informativa es un hecho que se da por descontado, la falta de transparencia y de democracia en la organización de los partidos pesa hasta tal punto que el PD es consciente de su necesidad de renovación, pero carece de recambios tras años de oposición en los que no ha sabido ni querido atender a corrientes internas de opinión y que, por lo tanto, dejó sin salida a las nuevas generaciones. Sin embargo, fuera de la versión oficial, el tsunami les llega a todos porque, gradualmente y sin darnos cuenta, los partidos políticos se han burocratizado, se han verticalizado excesivamente en los últimos decenios, se han distanciado de sus electores.
Tal vez no haya que perder de vista estas razones, porque si se tira del hilo es posible que el tsunami español sea ahora mismo una maraña de fuerzas contenidas listas para estallar. Por fortuna, la izquierda española ha sabido en seguida estar alerta y ser consciente de que tenía que ponerse del lado de los más desfavorecidos en la actual crisis, pero a veces lo hizo olvidando hipócritamente su parte de culpa y sin realizar ningún tipo de autocrítica. Quizás sería el momento ideal para exigir una transformación interna más profunda, sobre todo si se quiere evitar que la credibilidad futura vaya a parar a otras manos, como ya está empezando a ocurrir en algunos países cercanos.
Otra diferencia radical entre Italia y España la podemos observar en la diferente vida de los escándalos. Mientras uno puede pasarse semanas leyendo en la prensa española noticias sobre el caso Nóos y sobre Bárcenas, vuelan entre las páginas de los periódicos transalpinos ventas y compras de parlamentarios, asuntos turbios bancarios, conjuntivitis y demás harenes. Una danza que se ha incrementado conforme se ha ido desmenuzando la amenaza de un poder fuerte. Si se abandona la gestión ajedrecística de la partida, si se dejan de sacrificar débiles peones para crear daños electorales al adversario, la corrupción empieza a emerger con todo su esplendor y lo que eran evidencias de dominio público hasta ahora reducidas a sospechas nos empiezan ya a marcar los verdaderos niveles de degradación del sistema actual.
Las consecuencias son claras: o los partidos políticos regresan a sus orígenes, renovando sus filas y creciendo en contacto con los ciudadanos, o serán otros los que recojan las voces de los numerosos electores en busca de representante fidedigno. Eso, o que quienes ahora ocupan ese espacio sigan rezando para que se desvanezca en la nada la crisis y que de ese modo todo pueda quedar felizmente archivado en el olvido.