Trumpantojo

Le hacía eco recientemente a un agudo comentario del periodista Alessandro Gilioli relativo a la torpeza de Renzi, quien relataba cómo Sanders había decidido apoyar a Hillary Clinton en su campaña, mostrándolo como ejemplo en contraste con la izquierda italiana, en su mayoría contraria al voto de apoyo a las propuestas del PD para el referéndum sobre la reforma constitucional. Claro, el juego de identidades, deduce Gilioli, se infiere en modo peligroso, dejando a la derecha el mérito de un NO que por ahora acecha en las encuestas (aunque hablar de encuestas sea ya muy poco fiable, como sabemos).

Todo esto, a día de hoy, entraña un peligro añadido, pues la victoria de Trump le da alas a esas derechas xenófobas, antieuropeístas y partidarias del proteccionismo económico. Las fotografías de Renzi con Obama han envejecido de repente y son ya en blanco y negro, mientras el sepia del cabello de Trump envía nuevos destellos.

En España, se asistió ayer a una repetición del error. Sólo que aquí las anomalías están muy marcadas por ese Spanish is different que el franquismo dejó entre otras peculiares herencias. La derecha presenta dos almas: una ideológica, larvada, acomplejada, con conciencia de culpa, que sólo recientemente empezó a sacar pecho y a reivindicarse con un cierto orgullo, aunque contenido. No puede exhibir ningún tipo de coqueteos abiertamente fascistas, pues abriría profundas heridas y empezaría a dar verdaderamente miedo. De hacerlo, no le sería posible, por ejemplo, seguir manteniendo el discurso con el que se aferra al poder apelando a la alternativa única, al binomio entre civilización y barbarie. Condición que le ha sido transferida a C’s, partido abocado a un callejón sin salida que no le permite más papel que el de ser prótesis del sistema. La otra alma, la económica, muestra sus debilidades respecto a países con mayor fuerza industrial, su dependencia respecto al capital financiero, lo que impide la existencia de matices que encontramos más allá de nuestras fronteras.

Por su parte, la socialdemocracia española, ya casi sin máscara, no puede evitar ser el reflejo invertido de lo dicho para sus tradicionales rivales políticos. Ni siquiera ha demostrado el valor necesario para virar tímidamente el timón, aunque sólo fuera como declaración de intenciones, siguiendo la ruta que llevó a Obama al poder: defender la globalización, pero tratar de recuperar el papel social del Estado para atajar los efectos de la crisis. Europa no estaba dispuesta a optar por un New Deal y decidió sanear el capital financiero -y ya sabemos cómo- preparándose para una fase sucesiva de privatizaciones. El PSOE, actualmente, también obedece órdenes.

Y así llegamos a Trump y al trampantojo. El truco de todo buen prestidigitador pasa por distraer la atención para colar el engaño. Lo que no se está recordando del extraño personaje es que, por mucho que resultara aparentemente cuestionado, es el candidato Republicano, es decir, el de los mismos que iniciaron los procesos de globalización y de políticas neoliberales que nos han traído hasta aquí, con sus mejores y sus peores momentos, en ese orden. Lo que significa que si la prometida refundación del capitalismo a causa de la crisis se está dirimiendo, tras el brexit y la victoria de Trump, a favor de sacrificar la globalización y regresar a medidas proteccionistas, como con gran lucidez ilustró Monereo, y esto se hace precisamente en los países que son cuna de la economía de mercado, la vieja Europa debería empezar a tomar nota.

La anomalía española, sin embargo, no sólo no lo hace, sino que alcanza cotas inusitadas de insensatez. Como buenos lacayos, quienes han dado su apoyo al actual gobierno se aferran a lo existente como si todo esto fuera anecdótico. La situación, por el contrario, incita a pensar que se están fraguando otras vías para afrontar la crisis, algo que de por sí sabe a derrota. Mal síntoma para quienes han demonizado los populismos de derechas y ceguera de órdago para quienes intentan aplicar la misma etiqueta a alternativas que no se corresponden. Sobre todo porque no está claro que el regreso al proteccionismo, desde los parámetros que se están definiendo, signifique, ni mucho menos, una versión actualizada del New Deal, ya que soplan pocos aires de preocupación por la recuperación del estado del bienestar. La nueva receta podría tener efectos colaterales no deseados.

En estas condiciones, en lugar de caer en el trumpantojo, tendrían que empezar a preocuparse por el contagio de países que probablemente den al traste con la UE tal y como la conocemos. Que igual, dentro de no mucho tiempo, los que ahora están afirmando que en Estados Unidos ha ganado el candidato de Podemos, sin importarle la magnitud del disparate que sale de su boca (con la única finalidad de seguir colgando el estereotipo de populismo a sus adversarios), son los mismos a los que vamos a ver cambiarse de chaqueta y decir sin pudor bienvenido, Mr. Trump.

La caída de los Titanes

A veces las películas más inocentes en apariencia esconden sorpresas. En realidad lo hacen casi siempre. Es raro el discurso cultural que no ratifique el sistema de valores que le da vida. Si así no fuera, sería extraño que tanta gente se sentara delante de un televisor esperando, como el niño antes de dormirse, a que le cuenten la misma fábula.

Recientemente me llamó la atención una curiosa pastelada interracial, por lo demás bienintencionada: Remember the Titans. La película, que en español llevó por título Duelo de Titanes, se basa en hechos reales y retrata el cambio de actitud política integradora que permitió que en Estados Unidos se rompieran las barreras étnicas en la esfera educativas durante los años 70. Lo que ocurre es que la versión cinematográfica de los hechos se remonta al año 2000, cuando la expansión neoliberal aún daba sus penúltimos coletazos. De ahí que, sin quererlo, se hiciera apología de la lucha contra el racismo usando un tipo de argumento que hoy brilla con una luz nueva. No es casualidad que se empleara el ejemplo de un equipo de fútbol americano, compuesto ya por negros y blancos, para acabar utilizando una metáfora que se muestra con todo su esplendor en el epílogo: ya no tiene sentido hablar de blancos y negros en un sistema que en realidad diferencia entre vencedores y perdedores. Y lo que a la ideología se le escapa, la falla que no puede esconderse en la analogía, está implícita en el elemento omitido que permite la metáfora: la discriminación. Lo que traducido significa lo que ya sabemos, que la nueva discriminación que desde los años 80 estaba difundiéndose recaía sobre el binomio de winner vs. loser.

Todo esto aparece en esas claves en que el capitalismo había construido su propia legitimación: la virtud, la igualitaria posibilidad del hombre de elaborar su propio destino (self-made man), etc. Conceptos que, sin embargo, generaban conflictos entre las aspiraciones de cada individuo  con su prójimo, con la consiguiente necesidad de un arbitraje neutral, lo que justificó la defensa del papel del Estado y de las instituciones, que gradualmente irían constituyendo la esfera de lo público en su sentido moderno. Y aquí empieza la aventura de los últimos decenios: la privatización de lo público y los desajustes que ocasiona.

Globalización y neoliberalismo, desde el enfoque actual, son dos caras de una misma moneda. El problema emerge cuando se busca un chivo expiatorio externo para dar cuenta de los problemas que el sistema está generando. Así, Rajoy hablaba desde la cumbre del G 20 en Hangzhou de los peligros del populismo, tratando de invertir de este modo las relaciones entre causas y efectos.

El problema de los llamados mercados desregulados, independientemente de que hayan dado lugar a situaciones que no coinciden en todos los países, es que no han supuesto en realidad un nuevo orden. Lo que verdaderamente tenemos son mercados opacos que, como todo el mundo ya sabe -lo calle o no-, han invertido, especialmente en Europa, las relaciones de mediación entre privado y público. Y la consecuencia natural de la pérdida de la función de arbitraje de lo público sobre lo privado crea una crisis de representación (más agravada en España a causa de conflictos que no fueron zanjados en la transición y que ahora salen de su letargo o cobran mayor dinamismo). Si lo público se convierte en una fuente de ganancias a través de su gestión, bien porque se delega en lo privado, bien porque se usan las influencias sobre las instituciones para ponerlas al servicio de intereses que no pueden identificarse con el bien común, no sólo se consolida la corrupción como forma de gobierno, sino que se altera la percepción de los principios democráticos.

Claro está, en este contexto el «no nos representan» es la consecuencia de un sistema que ha alterado sus propias reglas del juego. Del mismo modo, también percibe el ciudadano la inutilidad de su virtud, la imposibilidad de hacer valer sus capacidades para triunfar en la vida. El poder oligárquico no gusta de medias tintas y está dispuesto a hacer del trabajo autónomo su nuevo perverso mecanismo para incitar a la autoexplotación. Además, de un día para otro, la lluvia de gotitas de maná se transformó en granizo y el sueño americano empezó a ser una pesadilla de perdedores. De poco servía ya culpabilizarlos de su propia condición. El masoquismo tienen ciertos límites de tolerancia.

La promesa de refundar el capitalismo se está diluyendo en un simple saneo de las arcas. Lo cual es preludio de nuevos asaltos a lo público: una fuga hacia adelante que amenaza con agravar más la situación. Convendría, pues, responder becquerianamente a Rajoy, así como a todos quienes intentan ver en el exterior los desajustes que han sido creados desde dentro, diciéndole aquello de: ¿y tú me lo preguntas?, el enemigo eres tú.

Con una reflexión final. Durante el siglo XIX el papel del Estado había sido también profundamente cuestionado en la filosofía. Se debe curiosamente al marxismo una recuperación del interés por redefinir su funcionamiento, aunque el siglo XX nos demostró que se estaba lejos de conseguir formas alternativas de organización social. El actual escenario ha determinado una confluencia de intereses de las clases medias y las llamadas populares, que se está traduciendo en una reivindicación de los derechos laborales perdidos y de la recuperación de mecanismos democráticos que permiten que las instituciones velen por el bien común. Sin denostar el interés que ha de tener aspirar al asalto a los cielos y que puede suponer influir desde el gobierno, tal vez convenga recordar que los derechos se pelean uno a uno, que lo local y lo regional tienen gran importancia en este engranaje y que disputar la hegemonía cultural, tarea difícil cuando tu adversario controla casi todos los medios, no se juega sólo en la esfera mediática. También para promover la necesaria cohesión social se necesita ofrecer los instrumentos adecuados. Esa labor tendría que ser hoy prioritaria.

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