Si el doctor Fleming hubiera padecido manías de limpieza, los descubrimientos de la lisozima y del valor terapéutico de la penicilina habrían llegado con algunas décadas de retraso. Y, sin embargo, ese curioso azar de un estornudo o de una colonia de hongos, que la pulcritud prescrita habría tenido que desterrar de un laboratorio, acabó salvando muchas vidas. Sólo un trápala de la ciencia podía hacerlo, pero, atención, sólo el buen ojo observador es capaz de sacar partido de una muestra que para cualquier otro de sus colegas habría sido desechable por estar contaminada. Soy tan fan del doctor Fleming como del prodigioso y anónimo inventor de la lata de atún en aceite, aunque éste deba en parte su mérito a otro chapucero, Nicolás Appert, quien a base de cabezonería y quince años de empeño elaboró una técnica que funcionaba; eso sí, hubo que esperar a que Pasteur con su microscopio le dijera por qué funcionaba.
La ciencia avanza, desgraciadamente, en buena medida a golpes de casualidad y de guerras. Entre las bromas me había olvidado de las veras, y es bueno recordar que ninguno de los descubrimientos mencionados se habría llevado a cabo fuera de las contiendas bélicas que hacían de telón de fondo.
Conforme pasa el tiempo, cada vez tengo más la sensación de que ante las teorías de Laclau nos encontramos con un caso que tiene muchas analogías con los citados. La reciente campaña de Mélenchon tardó poco en avivar las brasas de los partidarios de un populismo de izquierdas sin matices. Aunque uno ya podía prever que el destino era quedarse a las puertas y se tapaba prudentemente la boca para evitar darse con un canto en los dientes, la apología laclauniana parecía erigirse de nuevo en todo su esplendor. Así, a pesar de que ese despegue final de La France Insoumise abría expectativas que resultaban ejemplares, sobre todo para una izquierda italiana (que sigue siendo, como hasta entonces lo era la francesa, una asignatura pendiente), era previsible que una vez más toda la fuerza de los aparatos ideológicos hiciera piña ante las alarmas de las encuestas para frenar el blitz. Era una emocionante batalla que había que disputar, pero sin lanzar las campanas al vuelo, y mucho menos antes de tiempo.
No voy a entrar aquí y ahora en el análisis detenido de los errores teóricos de Laclau. Es algo que he empezado a hacer, y seguiré haciendo, en estudios más adecuados para ese propósito. Sí querría precisar, a grandes rasgos, que uno de los problemas de Laclau es su consideración de la ideología como un proceso consciente, como si no existiera un marco de referencia y se pudiera construir ex nihilo. Una ahistoricidad de base que no sólo se da de bruces con muchos de los autores marxistas en los que se inspira, sino que crea verdaderas paradojas respecto a la coherencia de su propio discurso. Sólo eliminando teóricamente la existencia de una ideología dada, abstrayéndola de cualquier posible realidad, podemos encontrar una diferencia entre significantes vacíos y flotantes. Cualquier nuevo discurso político que se plantee, sean cuales sean las demandas insatisfechas a las que se apela, acaba por recalificar conceptos que ya eran operativos. La teoría hace aguas por todos sitios, pero como las conservas de Appert, funciona, por lo menos mejor que las de la izquierda en salmuera y sin rumbo que le precedía. Y ahí es donde tenemos que aplicar el microscopio de Pasteur, o la cámara lenta que nos permita analizar cada gesto y cada momento del proceso histórico que nos atañe.
¿Por dónde van, pues, los tiros? La pregunta excede también la posibilidad de una respuesta exhaustiva. A mi juicio, no hay que perder de vista algo crucial que se sabe cuando se ha trabajado seriamente sobre la ideología y sobre la función de las modalidades discursivas con las que cualquier sistema social y político justifica su propia existencia. Althusser definía como verdad de una mentira y mentira de una verdad esos requisitos que sostienen el que cualquier afirmación tenga sentido a partir de unas precisas coordenadas, pero se conviertan en una falsedad en ausencia de éstas o al pretender universalizarla. El descrédito de los hechos es el responsable de la crisis del pensamiento neoliberal. Sin él no se podría haber caminado con una izquierda o con planteamientos alternativos que parecían anestesiados o que quedaban enmudecidos y sin confianza en sí mismos ante el pensamiento único que se expandía glorioso y al que la experiencia parecía ratificar. Los diferentes niveles de integración social, que marcan la fe -ya certezas quedan pocas- en el sistema, se reflejan en la imagen que nos devuelven los datos estadísticos con gran evidencia. El futuro va a depender de la capacidad de los actuales poderes de parchear la situación o de rectificar, pero lo crucial en estos momentos es aprovechar la brecha para poder sentar las bases de nuevas alternativas capaces de dar mejores respuestas, que es a lo que estamos asistiendo.
El otro factor que las teorías laclaunianas se adjudican es más mérito del propósito que de las premisas que se intentan aplicar. En el nuevo discurso político hay un cambio de interlocutor, circunstancia que ha permitido el que intuitivamente el establishment y su discurso hegemónico correspondiente metan desde su lógica y en el mismo saco visiones políticas completamente distintas, pero respecto a las que ellos perciben el mismo desafío.
Me estoy refiriendo a algo que se aprecia de forma sensible en el análisis lingüístico pragmático, pero también desde la teoría literaria: la construcción de un interlocutor imaginario como destinatario del discurso. Desde una izquierda acomplejada, que tenía que arrastrar consigo los fantasmas del stalinismo y de las torpezas y los obstáculos del llamado socialismo real, que a duras penas podía convencer a pocos (ese 5 o 10 por ciento de votantes siempre fieles a sus ideales) de que sus aspiraciones eran otras y eran lícitas, no cabía más actitud que la de justificarse. Convencer, como intentaba hacer Julio Anguita, con grandes dosis de pedagogía. Pero el interrogante que marca las diferencias reside en definir ante quién, captar cuál es el interlocutor imaginario al que le habla, cómo lo percibe, cómo lo ha construido. Y ahí nos aparece como respuesta la supuesta objetividad, discutible y debatible, de una opinión pública establecida que aún era operativa. Pero dejemos de lado otros cambios evidentes y claramente perceptibles, tan neoliberales y postmodernos, que podríamos definir como una sustitución del logos por la doxa y que han acabado convirtiendo los actuales programas televisivos en cacareos de postverdades, que no dejan de ser parte del fenómeno de privatización de lo público, comprendida la opinión misma. Basta echar un vistazo a algunos pasajes del siguiente ejemplo para apreciar el cambio de escena pero, sobre todo, para captar cómo Anguita asumía ese papel que en aquellos momentos estaba políticamente determinado y su discurso acababa siempre reconducido a ese interlocutor imaginario que sólo se puede identificar con una opinión pública abstracta y con un diálogo imaginario con el poder:
Pues bien, ahí tenemos la clave de lo que la nueva política ha alterado. Y de ahí también, la incomprensión y las reticencias cuando un grupo parlamentario presenta una moción de censura dirigiéndose a los medios de comunicación como una correa de transmisión para llevar su voz hacia un interlocutor imaginario que ha cambiado, que son los votantes, las personas a las que representan, el pueblo, etc. Y es justo ese detalle lo que descoloca al sistema establecido, que lógicamente intentará colar la glosa para normalizar la situación. Paradójico, sin embargo, que hablen de teatro, cuando el parlamento es el núcleo de una representación. El pueblo no entra allí directamente; el votante es un signo ausente. Paradójico que se hable de decoro. Si nos atenemos al origen del concepto, el decoro es hablar según la propia condición a la que perteneces. El otro significado es derivado. Cierto, se comprende la provocación, pero también quienes juegan con cartas marcadas deberían saber que es lícito que cada uno use las propias bazas que tiene en su mano.
La lucha de identidades parece más bien jugarse en un espacio emotivo y de credibilidad. Eso lo ha comprendido mejor el establishment que los apólogos de las teorías estrictamente populistas. El problema es, por un lado, el cómo integrar una doble argumentación, que conjure los miedos que se han transmitido al electorado integrado, sin renunciar a quien ya sabe que sin un fuerte cambio de rumbo su porvenir está en el aire; por el otro, el saber si se puede sobrevivir políticamente en el limbo de la ambigüedad, pretendiendo ser a la vez aliados del gobierno y oposición o, en el polo extremo del poder, si tendrán que recurrir a gigantografías de Maduro para tapar tanta corrupción acumulada. Y, por lo que se refiere a nosotros, decidir de qué parte estamos.