Pensar que esto han sido elecciones es engañarse. Una campaña breve desayunando y comiendo con las revueltas catalanas, merendando con Puigdemont y cenando con el regreso de la momia no puede deparar una reflexión libre y objetiva de la voluntad responsable de los ciudadanos. Se ha llevado al país, a regañadientes, a hacerse un selfie electoral tras una larga noche de resaca. En esas circunstancias, basta un mazazo mediático en la cabeza para que acabes, por ejemplo, con el muestrario de adoquines en el maletín del debate, el cielo empedrado y el suelo mojado.
Más de dos millones y medio de votos no se han perdido en la historia reciente de la democracia española, en tan poco tiempo, ni por las peores vilezas que hace sólo tres decenios te habrían dejado desnudo, sí, como empezó Rivera. Lo de ahora, sólo se puede explicar por un cúmulo de coincidencias. Las mismas por las que Sánchez podría darse por muerto si después de todo este circo no saca adelante un gobierno. El disparate estaba inaugurado y los resultados, sin ser malos, dejaban en jaque al rey. Mala idea, a la postre, la de complicar la partida. Buscando una mayoría sólida, más por pragmatismo que por deseo del ciudadano, se regresaba casi a los guarismos de la moción a Rajoy. Y aquí no hay analista al que no le tiemble la mano pensando que Sánchez podría precipitarse por el mismo desagüe que Rivera si no se pone pronto remedio a la situación. El discurso de la campaña no cuenta. En esos momentos se mira hacia los mejores caladeros de votos y alguien debió advertir que las cargas de profundidad no estallaban a su izquierda, mientras que a la derecha había un avispero con el que hacer enjambre. De los tres cerditos, el del partido líquido de paja se estaba quedando sin casa al primer soplo del lobo.
Para colmo, mientras, Abascal salía del armario y, a pesar del rancio tufillo franquista que lleva el ADN de VOX, aplicaba a fondo el recetario bannoniano por primera vez y se salvinizaba. Sin llegar a exageraciones excesivamente anti-UE (todo se andará cuando llegue el momento, pero ese argumento sigue siendo tabú en España), blandió la espada del proteccionismo y empezó a dar tajos a los pellejos autonómicos mientras lanzaba sus flechas a los inmigrantes. Seguramente no es el único, ni el principal factor de su éxito, pero el clima electoral se lo habían brindado regalado, con lo que se aportaba algún granito de arena y llovía sobre mojado, aunque no fuera al gusto de todos. Sin duda, más efectivo que predicar con adoquines en la mano hablando a diestro y siniestro de la familia. Eso lo hace mejor el papa Francisco y sin necesidad de usar adoquines.
Y henos aquí, ante una terrible ascensión sobrevalorada, que en un clima de pacífica convivencia se habría parecido más a los augurios esperpénticos del malogrado aprendiz de brujo Tezanos. El problema es que si estás muy dentro, no te lo hueles. Hay que coger perspectiva. Y uno no sabe bien si eran riesgos calculados (dejemos el beneficio de la duda) o la fortuna de los ganadores. El asunto es que, sin comérselo ni bebérselo, VOX pasaba de ser la espada vengadora de Don Pelayo a convertirse en el tonto útil. Es decir, la coartada perfecta para que en la Unión Europea se viera con buenos ojos una solución que dos días antes habría resultado desaconsejable. Porque más allá de nuestras fronteras, todo este jaleo con Cataluña sumado al desembarco de los hombres de Trump (pasados los Pirineos, lo de las batallitas del Cid se las trae al pairo) suena mucho a ruido de sables y poco a la estabilidad necesaria para que las economías sin fronteras funcionen. Y cierto, en este contexto, uno deduce ya por los comentarios lo mal que se debe haber digerido este jarro de agua fría que le ha cortado la digestión a los que estaban celebrando desde la noche dominical. Se echa de menos, desde lejos, el ver las caritas…