De cómo un indigente arrojaba un comodín a la basura

El entramado de la vida nos habla constantemente, pero lo hace con mensajes accidentales; tal vez por eso, no percibe nuestra habitual sordera y persiste insistente en su empeño, como la corriente de agua que cae sin cesar hasta horadar la roca. Viajar con frecuencia, sin embargo, aguza nuestros sentidos, nos aleja de la mudez del escenario cotidiano y hace que el mundo brille con luz nueva. Yendo hacia la estación, acabo de cruzarme hace poco con un indigente (también en esto hay categorías y he de llamarlo indigente porque no mendigaba). Pasó por delante de mí mientras sacaba de su bolsillo una carta y se dirigía hacia el contenedor de la basura para tirarla. Una sola carta de la baraja. Dudaba, parecía tenerle un cierto aprecio, pero al final la arrojó. La escena podría no haber tenido nada de especialmente relevante, pero antes de que el naipe desapareciera entre nuestros residuos pude ver que se trataba de un comodín. Y aquí inicia el rastreo personal de los motivos por los que la visión te resulta impactante.

Por maltrecho que se presente su aspecto, hay que reconocer que un comodín es un tesoro, un universo de números y colores, de posibilidades de juego, de patada definitiva en el trasero de una fortuna adversa que hasta entonces te había llenado las manos de descartes. Es la lámpara de Aladino del contrato social, el documento de propiedad de una vivienda o de un coche, el saldo de la cuenta bancaria, la declaración de la renta, el certificado de matrimonio… Pero como ocurre con toda luz, lleva también consigo esa triste mitad de sombra que decía Paul Valéry. El comodín tiene algo de pronombre, algo de tú y de yo, esas palabras con las que constantemente nos definimos pero que a la postre no resultan ser más que categorías vacías. ¡Qué gran paradoja! Nuestra mayor certeza, tan segura y a la vez tan relativa, tan todo y tan nada.

Era imposible, entonces, no descifrar ese símbolo espontáneo de tantos despertares rotos, de tantos sueños desvanecidos al descubrir que el comodín adquirido no era ya una propiedad, sino una privación. Tener y no tener (una casa, un futuro, una identidad), y aquí no hay dilema. Maravillosa ración de ilusiones a la basura.

Lo milagroso es la hipocresía de quien impone la inestabilidad de los valores y juega con ellos siempre en su propio beneficio. La culpa acaba siendo, según éstos, de quien se metió en donde no podía, como si las entidades bancarias fueran ingenuas y no supieran a quién se debía conceder o no un crédito o una hipoteca; como si dependieran de los ciudadanos las fluctuaciones de mercado. Y no contentos con esto, por si no bastara, cuando los desahuciados y sus defensores protestan les llaman antisistema, a veces hasta con la complicidad de esa izquierda burocratizada que no deja de mear en las esquinas de su territorio para que nadie se apodere de un discurso que tradicionalmente la acompaña, pero que a menudo se olvida de aplicar en sus principios cuando gobierna. ¿Antisistema? Si se me cae la casa recién construida y protesto, ¿me dirá el arquitecto que soy un antisistema? Ellos, el capital financiero y los políticos, son los antisistema por definición, los responsables de que el sistema funcione o no funcione.

Durante años he escuchado a mis amigos lamentarse de la especulación, del precio de la vivienda, de la imposibilidad de que esa situación pudiera mantenerse. Por lo general, me limitaba a esbozar una sonrisa, consciente de que en ese problema, como en el eslogan, el secreto está en la masa. No hay que llamarse a engaño, en esta supuesta cultura del bienestar (en la que cada vez parece haber más malestar y menos cultura) tal vez hayamos conseguido llenar las chabolas de alimentos, antenas parabólicas y tabletas electrónicas, pero como ingrediente de esta gran pizza que hace funcionar la economía se prevé nuestro endeudamiento. A nadie se le escapa este mecanismo y es hora de aceptar responsabilidades y de luchar por restituir la dignidad que se merecen a las verdaderas víctimas de este proceso. Y hacerlo, en lo posible, apretando los cinturones que disponen de más agujeros y no aquellos que se han quedado ya sin holgura. Eso o asistir con tristeza a la escena de nuestra indigencia tirando comodines a la basura.

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