El tonto útil de VOX

Pensar que esto han sido elecciones es engañarse. Una campaña breve desayunando y comiendo con las revueltas catalanas, merendando con Puigdemont y cenando con el regreso de la momia no puede deparar una reflexión libre y objetiva de la voluntad responsable de los ciudadanos. Se ha llevado al país, a regañadientes, a hacerse un selfie electoral tras una larga noche de resaca. En esas circunstancias, basta un mazazo mediático en la cabeza para que acabes, por ejemplo, con el muestrario de adoquines en el maletín del debate, el cielo empedrado y el suelo mojado.

Más de dos millones y medio de votos no se han perdido en la historia reciente de la democracia española, en tan poco tiempo, ni por las peores vilezas que hace sólo tres decenios te habrían dejado desnudo, sí, como empezó Rivera. Lo de ahora, sólo se puede explicar por un cúmulo de coincidencias. Las mismas por las que Sánchez podría darse por muerto si después de todo este circo no saca adelante un gobierno. El disparate estaba inaugurado y los resultados, sin ser malos, dejaban en jaque al rey. Mala idea, a la postre, la de complicar la partida. Buscando una mayoría sólida, más por pragmatismo que por deseo del ciudadano, se regresaba casi a los guarismos de la moción a Rajoy. Y aquí no hay analista al que no le tiemble la mano pensando que Sánchez podría precipitarse por el mismo desagüe que Rivera si no se pone pronto remedio a la situación. El discurso de la campaña no cuenta. En esos momentos se mira hacia los mejores caladeros de votos y alguien debió advertir que las cargas de profundidad no estallaban a su izquierda, mientras que a la derecha había un avispero con el que hacer enjambre. De los tres cerditos, el del partido líquido de paja se estaba quedando sin casa al primer soplo del lobo.

Para colmo, mientras, Abascal salía del armario y, a pesar del rancio tufillo franquista que lleva el ADN de VOX, aplicaba a fondo el recetario bannoniano por primera vez y se salvinizaba. Sin llegar a exageraciones excesivamente anti-UE (todo se andará cuando llegue el momento, pero ese argumento sigue siendo tabú en España), blandió la espada del proteccionismo y empezó a dar tajos a los pellejos autonómicos mientras lanzaba sus flechas a los inmigrantes. Seguramente no es el único, ni el principal factor de su éxito, pero el clima electoral se lo habían brindado regalado, con lo que se aportaba algún granito de arena y llovía sobre mojado, aunque no fuera al gusto de todos. Sin duda, más efectivo que predicar con adoquines en la mano hablando a diestro y siniestro de la familia. Eso lo hace mejor el papa Francisco y sin necesidad de usar adoquines.

Y henos aquí, ante una terrible ascensión sobrevalorada, que en un clima de pacífica convivencia se habría parecido más a los augurios esperpénticos del malogrado aprendiz de brujo Tezanos. El problema es que si estás muy dentro, no te lo hueles. Hay que coger perspectiva. Y uno no sabe bien si eran riesgos calculados (dejemos el beneficio de la duda) o la fortuna de los ganadores. El asunto es que, sin comérselo ni bebérselo, VOX pasaba de ser la espada vengadora de Don Pelayo a convertirse en el tonto útil. Es decir, la coartada perfecta para que en la Unión Europea se viera con buenos ojos una solución que dos días antes habría resultado desaconsejable. Porque más allá de nuestras fronteras, todo este jaleo con Cataluña sumado al desembarco de los hombres de Trump (pasados los Pirineos, lo de las batallitas del Cid se las trae al pairo) suena mucho a ruido de sables y poco a la estabilidad necesaria para que las economías sin fronteras funcionen. Y cierto, en este contexto, uno deduce ya por los comentarios lo mal que se debe haber digerido este jarro de agua fría que le ha cortado la digestión a los que estaban celebrando desde la noche dominical. Se echa de menos, desde lejos, el ver las caritas…

Welcome Mr. Bannon!

Llegó el momento, incluso antes de lo que pensaba. Muy de pasada, ya que no dispongo del tiempo necesario, pero es que además casi todo ya lo he ido diciendo en otras ocasiones precedentes. Queda claro que el problema que impedía el crecimiento de una derecha populista en España era la cuestión territorial. El 155 eliminó el obstáculo. Otros análisis al respecto han pecado de optimistas y de ingenuos, por lo que se cumple lo que venía señalando. La segunda cuestión está por ratificar. Por no citar de nuevo a Trump, le sacaremos lustre ahora a Bannon. El contexto andaluz permitía obviar la contradicción restante en el nacionalismo fascista español: el nuevo emplazamiento internacional que les toca no es europeísta. Y ahí sí tengo mis dudas sobre cómo pueden encajar el discurso que procede si quieren crecer en la misma proporción. En cualquier caso, quienes se rasgaban las vestiduras contra los populismos y abominaban de Trump van cambiando de chaqueta. Dicho estaba.

La tormenta perfecta

Cuando se acorrala a los adversarios contra las cuerdas hay que estar preparado para su reacción y saber que se pueden convertir en imprevisibles. Al inicio de la última legislatura de Rajoy, un voto como el que se ha obtenido hoy parecía poco probable. Potencialmente, existían las premisas, pero los consensos habrían tenido que ser mucho más  trabajados. Sin embargo, empezó a pasar la apisonadora y de pronto ya teníamos decidido el pasado, el presente y el futuro. Para deleite de perezosos, no iba a hacer falta ni siquiera molestarse en votar. Incluso los conflictos abiertos parecían cerrados por decreto ley.

Cuando tras la sentencia Gürtel se presenta la moción de censura, no había rincón del mundo en que no se considerase a Pedro Sánchez un cadáver político. Me costaba trabajo advertir de que la moción podía prosperar y que, aunque iba a ser un marrón para el PSOE, iban a cerrar filas porque es lo que tocaba. Cierto, para Sánchez era un doble o nada, pero era evidente que C’s tenía que abrirse hueco a su izquierda si querían macronizar a su líder y no quedaban otros caladeros donde moverse con éxito.

Vista la situación, volví a reparar en la metáfora ajedrecística del zugzwang: el momento era muy delicado y quien moviera ficha se arriesgaba a perder la partida. Para el PP y para Rajoy todo era puro instinto de supervivencia. Seguir en el poder era prolongar una agonía aceptada a cambio de conseguir limitar daños. Les bastaba con saber que su herencia se quedaba en buenas manos: un antagonista imaginario que les iba a seguir cubriendo las espaldas para el borrón y cuenta nueva.

Sólo que C’s, en su puja por ocupar el espacio vacante de la derecha, se había pasado de revoluciones y desde la periferia nadie veía con buenos ojos una consumada eclosión de un partido con sobredosis de 155. Y es que, el punto débil de Rivera ha sido desde el principio no asumir los límites de su discurso en importantes áreas del territorio español.

Sus gafas de ver españoles y su himno con letra son horteras en la misma medida que es rancia la versión que pretenden suplantar. No saben construir un nuevo imaginario, porque les gusta el que hay y, como el PP, lo renuevan: Viriato, Don Pelayo, Isabel y el Ministerio del Tiempo (por el que no es casual que se cuele un Torquemada bueno). Es difícil salir del propio atolladero de la conciencia y esa les dicta un imaginario impuesto, sin concesiones. Por su ideología los conoceréis (y no me refiero a la política, sino a la representación de la realidad que ven desde sus gafas privilegiadas).

Verse forzado a mover ficha es malo. Efectivamente, Rivera, preocupado por sus delirios demoscópicos, aceptó el segundo órdago -el primero fue el de Pedro Sánchez al presentar la moción. Y lo hizo porque, en ese mecanismo de relojería, Pablo Iglesias había complicado aún más la posición en el tablero. Hasta el punto que, yo mismo, al leer que apostaba por las elecciones anticipadas si no prosperaba la propuesta de Sánchez, pensé que se trataba de una fake news.  Con los tiempos que corren, uno no se espanta de nada, pero después todo iba a cobrar coherencia. Y claro, C’s no se podía quedar sin defender su más ansiada recompensa. Se olvidó de que si mueves ficha, pierdes; y picó en el anzuelo. Se acababa de desatar la tormenta perfecta. Era el empujoncito que necesitaba el PNV para retratarse, porque a ellos también les gusta su estatuto y no quieren que Torquemada se lo cercene: las anticipadas sólo las evita un gobierno.

Visto ahora todo el proceso, resulta ineludible acordarse de cómo la llegada al poder de Mario Monti, fuera de lo que supusiera su mandato, cambió las reglas del juego en el mapa político italiano. En España no va a haber un gobierno técnico, pero recordemos que el PP ha conseguido mantenerse a fuerza de campañas de miedo a la ciudadanía y toda esa parafernalia se va a disipar. Idiotas serían los nuevo accidentales aliados si llevaran al país rápidamente a nuevas elecciones. La situación es win-win. Cuanto más dure, mejor para todos los implicados. Lo que significa, además, que todo el trabajo propagandístico a favor de Rivera se fue en pocas horas por el desagüe (toca empezar da capo).  Nunca se hizo más con menos medios. Sólo queda acabar con un provocador ¡viva la inteligencia!

Slow motion

Si el doctor Fleming hubiera padecido manías de limpieza, los descubrimientos de la lisozima y del valor terapéutico de la penicilina habrían llegado con algunas décadas de retraso. Y, sin embargo, ese curioso azar de un estornudo o de una colonia de hongos, que la pulcritud prescrita habría tenido que desterrar de un laboratorio, acabó salvando muchas vidas. Sólo un trápala de la ciencia podía hacerlo, pero, atención, sólo el buen ojo observador es capaz de sacar partido de una muestra que para cualquier otro de sus colegas habría sido desechable por estar contaminada. Soy tan fan del doctor Fleming como del prodigioso y anónimo inventor de la lata de atún en aceite, aunque éste deba en parte su mérito a otro chapucero, Nicolás Appert, quien a base de cabezonería y quince años de empeño elaboró una técnica que funcionaba; eso sí, hubo que esperar a que Pasteur con su microscopio le dijera por qué funcionaba.

La ciencia avanza, desgraciadamente, en buena medida a golpes de casualidad y de guerras. Entre las bromas me había olvidado de las veras, y es bueno recordar que ninguno de los descubrimientos mencionados se habría llevado a cabo fuera de las contiendas bélicas que hacían de telón de fondo.

Conforme pasa el tiempo, cada vez tengo más la sensación de que ante las teorías de Laclau nos encontramos con un caso que tiene muchas analogías con los citados. La reciente campaña de Mélenchon tardó poco en avivar las brasas de los partidarios de un populismo de izquierdas sin matices. Aunque uno ya podía prever que el destino era quedarse a las puertas y se tapaba prudentemente la boca para evitar darse con un canto en los dientes, la apología laclauniana parecía erigirse de nuevo en todo su esplendor. Así, a pesar de que ese despegue final de La France Insoumise abría expectativas que resultaban ejemplares, sobre todo para una izquierda italiana (que sigue siendo, como hasta entonces lo era la francesa, una asignatura pendiente), era previsible que una vez más toda la fuerza de los aparatos ideológicos hiciera piña ante las alarmas de las encuestas para frenar el blitz. Era una emocionante batalla que había que disputar, pero sin lanzar las campanas al vuelo, y mucho menos antes de tiempo.

No voy a entrar aquí y ahora en el análisis detenido de los errores teóricos de Laclau. Es algo que he empezado a hacer, y seguiré haciendo, en estudios más adecuados para ese propósito. Sí querría precisar, a grandes rasgos, que uno de los problemas de Laclau es su consideración de la ideología como un proceso consciente, como si no existiera un marco de referencia y se pudiera construir ex nihilo. Una ahistoricidad de base que no sólo se da de bruces con muchos de los autores marxistas en los que se inspira, sino que crea verdaderas paradojas respecto a la coherencia de su propio discurso. Sólo eliminando teóricamente la existencia de una ideología dada, abstrayéndola de cualquier posible realidad, podemos encontrar una diferencia entre significantes vacíos y flotantes. Cualquier nuevo discurso político que se plantee, sean cuales sean las demandas insatisfechas a las que se apela, acaba por recalificar conceptos que ya eran operativos. La teoría hace aguas por todos sitios, pero como las conservas de Appert, funciona, por lo menos mejor que las de la izquierda en salmuera y sin rumbo que le precedía. Y ahí es donde tenemos que aplicar el microscopio de Pasteur, o la cámara lenta que nos permita analizar cada gesto y cada momento del proceso histórico que nos atañe.

¿Por dónde van, pues, los tiros? La pregunta excede también la posibilidad de una respuesta exhaustiva. A mi juicio, no hay que perder de vista algo crucial que se sabe cuando se ha trabajado seriamente sobre la ideología y sobre la función de las modalidades discursivas con las que cualquier sistema social y político justifica su propia existencia. Althusser definía como verdad de una mentira y mentira de una verdad esos requisitos que sostienen el que cualquier afirmación tenga sentido a partir de unas precisas coordenadas, pero se conviertan en una falsedad en ausencia de éstas o al pretender universalizarla. El descrédito de los hechos es el responsable de la crisis del pensamiento neoliberal. Sin él no se podría haber caminado con una izquierda o con planteamientos alternativos que parecían anestesiados o que quedaban enmudecidos y sin confianza en sí mismos ante el pensamiento único que se expandía glorioso y al que la experiencia parecía ratificar. Los diferentes niveles de integración social, que marcan la fe -ya certezas quedan pocas- en el sistema, se reflejan en la imagen que nos devuelven los datos estadísticos con gran evidencia. El futuro va a depender de la capacidad de los actuales poderes de parchear la situación o de rectificar, pero lo crucial en estos momentos es aprovechar la brecha para poder sentar las bases de nuevas alternativas capaces de dar mejores respuestas, que es a lo que estamos asistiendo.

El otro factor que las teorías laclaunianas se adjudican es más mérito del propósito que de las premisas que se intentan aplicar. En el nuevo discurso político hay un cambio de interlocutor, circunstancia que ha permitido el que intuitivamente el establishment y su discurso hegemónico correspondiente metan desde su lógica y en el mismo saco visiones políticas completamente distintas, pero respecto a las que ellos perciben el mismo desafío.

Me estoy refiriendo a algo que se aprecia de forma sensible en el análisis lingüístico pragmático, pero también desde la teoría literaria: la construcción de un interlocutor imaginario como destinatario del discurso. Desde una izquierda acomplejada, que tenía que arrastrar consigo los fantasmas del stalinismo y de las torpezas y los obstáculos del llamado socialismo real, que a duras penas podía convencer a pocos (ese 5 o 10 por ciento de votantes siempre fieles a sus ideales) de que sus aspiraciones eran otras y eran lícitas, no cabía más actitud que la de justificarse. Convencer, como intentaba hacer Julio Anguita, con grandes dosis de pedagogía. Pero el interrogante que marca las diferencias reside en definir ante quién, captar cuál es el interlocutor imaginario al que le habla, cómo lo percibe, cómo lo ha construido. Y ahí nos aparece como respuesta la supuesta objetividad, discutible y debatible, de una opinión pública establecida que aún era operativa. Pero dejemos de lado otros cambios evidentes y claramente perceptibles, tan neoliberales y postmodernos, que podríamos definir como una sustitución del logos por la doxa y que han acabado convirtiendo los actuales programas televisivos en cacareos de postverdades, que no dejan de ser parte del fenómeno de privatización de lo público, comprendida la opinión misma. Basta echar un vistazo a algunos pasajes del siguiente ejemplo para apreciar el cambio de escena pero, sobre todo, para captar cómo Anguita asumía ese papel que en aquellos momentos estaba políticamente determinado y su discurso acababa siempre reconducido a ese interlocutor imaginario que sólo se puede identificar  con una opinión pública abstracta y con un diálogo imaginario con el poder:

Pues bien, ahí tenemos la clave de lo que la nueva política ha alterado. Y de ahí también, la incomprensión y las reticencias cuando un grupo parlamentario presenta una moción de censura dirigiéndose a los medios de comunicación como una correa de transmisión para llevar su voz hacia un interlocutor imaginario que ha cambiado, que son los votantes, las personas a las que representan, el pueblo, etc.  Y es justo ese detalle lo que descoloca al sistema establecido, que lógicamente intentará colar la glosa para normalizar la situación. Paradójico, sin embargo, que hablen de teatro, cuando el parlamento es el núcleo de una representación. El pueblo no entra allí directamente; el votante es un signo ausente. Paradójico que se hable de decoro. Si nos atenemos al origen del concepto, el decoro es hablar según la propia condición a la que perteneces. El otro significado es derivado. Cierto, se comprende la provocación, pero también quienes juegan con cartas marcadas deberían saber que es lícito que cada uno use las propias bazas que tiene en su mano.

La lucha de identidades parece más bien jugarse en un espacio emotivo y de credibilidad. Eso lo ha comprendido mejor el establishment que los apólogos de las teorías estrictamente populistas. El problema es, por un lado, el cómo integrar una doble argumentación, que conjure los miedos que se han transmitido al electorado integrado, sin renunciar a quien ya sabe que sin un fuerte cambio de rumbo su porvenir está en el aire; por el otro, el saber si se puede sobrevivir políticamente en el limbo de la ambigüedad, pretendiendo ser a la vez aliados del gobierno y oposición o, en el polo extremo del poder, si tendrán que recurrir a gigantografías de Maduro para tapar tanta corrupción acumulada. Y, por lo que se refiere a nosotros, decidir de qué parte estamos.

Fascismo de guante blanco

Que los jóvenes españoles sin trabajo tengan miedo de expresar su ideología política en las redes sociales es un síntoma preocupante. Que sepan que en determinadas esferas se dedican a rastrear este tipo de información en lugar de leer el currículum lo es aún más. Que en este retablo de las maravillas haya que aceptar que el rey está vestido, que lo negro es blanco, que el verdugo es la víctima o que los cerdos vuelan parece moneda de cambio.

Ante declaraciones como las de la Asociación de Prensa de Madrid entramos en lo peligrosamente surrealista. Ya nos vamos acostumbrando a este tipo de campañas del fango, en las que, si es necesario, sacan el agua de las piedras para mezclarla con el barro. Como síntoma es bueno para quienes nos oponemos a este tipo de barbaridades, ya que quiere decir que sus deseos y la realidad no se ajustan. Como enfermedad es malo.

La falta de objetividad es tan preocupante que la primera reacción es de risa, por lo burdo de la intención, y de tristeza empática: qué lamentable debe ser perder la dignidad profesional para poder subsistir. Tomándolo con ironía uno se pregunta si por casualidad quieren además aplausos. Pero estamos para pocas ironías. La cuestión es muy seria, nos atañe a todos, resulta una nueva forma de acoso indirecto a quienes expresan su opinión en las redes sociales. Tal vez porque se trata del único espacio al que los poderes no consiguen hincarle el diente.

Confundir la crítica con la intimidación es grave. Confundir lo privado con lo público lo es aún más. El disparate manifestado por quienes tienen el control, en pocas y serviles manos, de los principales medios de comunicación, que sí pueden intimidar porque tienen el poder económico -conditio sine qua non-, no se corresponde, se mire como se mire, con la acusación a un partido. Ahí es donde se le ven las malas costuras al sistema y ahí reside la gran paradoja, pues se identifica a las libres opiniones que se expresan, espontáneamente en la mayoría de las ocasiones, con un partido, como si hubiera una línea editorial o consignas. Pues bien, señores periodistas asociados, ustedes que sí siguen líneas editoriales, no van a conseguir mi aplauso, sino mi crítica.

Este acoso desde el victimismo, siento decirlo para aquellos a quienes les ilusione, va a surtir poco efecto. Lo he visto hacer mejor, de forma menos descarada y más elegantemente, en otros países y en circunstancias análogas, pero el esfuerzo acaba siendo estéril, pues sólo ratifica a los ya convencidos. Si quieren acabar con los peligros del pensamiento antisistema, arreglen el sistema, que lleva más de un decenio funcionando fatal y da la impresión de que no saben cómo hacerlo, dadas las actuales expectativas.

Eso sí, conviene que dejen en paz la libre expresión de la opinión personal, por muy crítica que les parezca. Sólo los regímenes totalitarios persiguen a la disidencia. Maquillar este tipo de actos con el victimismo es doblemente ruin. Es fascismo de guante blanco.

Postmentiras y verdades molestas

Signo de los tiempos. La postverdad es un neologismo aparentemente sin antónimo. Es tan dudoso, que resulta género y ejemplo de la categoría que define. La palabra postverdad es una postverdad, un eufemismo que esconde una práctica perversa de manipulación que sólo una sociedad que saca pecho con su hipocresía puede exhibir como medalla. Para mal de males, el mismo sistema que la ha engendrado intenta defenderse de ella para que la direccionalidad de su uso sea unívoca. Los aparatos de Estado parecen poseer plena impunidad para crear campañas de prensa destinadas a sembrar dudas, a controlar la emotividad de sus ciudadanos, a valorar sus reacciones. A fin de cuentas, tememos la pérdida de nuestra privacidad, pero acabamos regalándole toda la información que generamos sobre nosotros al primero que llega proponiéndonos un juego, con el que al final sabremos que nuestro animal es el tigre o el leopardo. Mienten, nuestro animal es el asno. El valor, no sólo comercial, sino también sociológico o estadístico de la intimidad que estás regalando es mucho mayor de lo que imaginas.

Pues bien, con la misma ligereza se trata como público todo aquello que se diga en una red social, como si no hubiera grados, como si la indiscreción no fuera de aquellos que espían y controlan. Así, se pretende condenar por manifestaciones realizadas en medios cuya regulación no ha llegado aún a definir claramente los límites de lo público y lo privado, sin considerar ni el contexto ni la intencionalidad. Circunstancia que se abre a múltiples paradojas, ya que no todo se mide por el mismo rasero. Por ejemplo, nadie reconocería como mérito en una oposición un artículo publicado en un blog, por muy importante que fuera, aunque tratara con rigor de materias científicas. Sí lo haría si el mismo artículo se encontrara en una revista de reconocido factor de impacto. Elemental. En el primer caso no hay publicación, es una iniciativa privada y personal. Su uso es regulable. Puede incluso estar en Internet y, dependiendo de cómo se gestione el sitio en que se introduce, quedar excluido de los motores de búsqueda, limitando así su acceso. Durante años, nada de esto le ha resultado claro a los usuarios y muchas de las herramientas a las que accedían ingenuamente, carecían de un control de tales funciones. Todo esto, no sólo se ha empezado a regular tarde y mal, sino que para colmo se ha hecho de forma desproporcionada y retroactiva. Con un modus operandi marcado por patrones similares en todos los niveles, como ocurrió con el cierre de Napster, o con aquella ciudadana estadounidense que fue noticia por una sanción ejemplar a causa de sus descargas ilegales. Los poderes tienen que recordar quién manda, con quien les conviene y cuando les conviene.

Cualquier especialista en teoría de la comunicación puede evaluar científicamente los bajos niveles de objetividad en la información mediática actual. Aunque esta afirmación se queda corta, es otro eufemismo. Estamos hablando de manipulación sin pudor, en todos los medios y a todos los niveles. Si alguien tuviera que ejemplificar este tipo de prácticas, ya no habría que irse a los textos de Rosenberg o a los preceptos de Goebbels. Estas técnicas son ya moneda de cambio. Esconder la mentira detrás de la palabra nos lleva hacia una nueva era de postmentira, concepto que resulta más claro e intuitivo. Se llega a ella en medio de una lucha desigual. La tecnología puede defendernos para detectar cuándo aparece una información que no está contrastada por los medios. Pero de ahí a presuponer que la información acreditada sea garantía de parámetros  fiables de verdad, media un abismo. Por supuesto, no soy partidario de una defensa con las mismas armas, aunque reconozco que en este juego no está mal que la información pierda credibilidad y se estimule el juicio crítico. La atmósfera adquiere tintes de distanciamiento brechtiano y no deja de tener su gracia. Sin embargo, el que sin ningún pudor me estén intentando proteger aquellos de quienes llevo tiempo protegiéndome para poder mantenerme informado de lo que sucede a mi alrededor, espero que quien me lea me disculpe, pero no deja de provocarme dudas muy lícitas. Será porque nací en una dictadura y por eso las verdades oficiales me gustan mucho menos que las verdades molestas.

Renzi ha muerto. ¡Viva Renzi!

A Renzi se le puede reprochar casi todo lo que queramos, salvo una cuestión sobre la que dudo que dentro de unas horas se haga mención en ninguna columna periodística española. Se podrá hablar de su suicidio político innecesario, de una dimisión que nadie le había pedido y que usó desde el principio como amenaza en caso de la que jugada del referéndum saliera cruz. Se podrá valorar de diferentes modos su osadía política, su lucha a destiempo por centralizar al PD en el escenario, su ambición al proponerse como artífice de los deseos de la UE a cambio de lograr el beneplácito de los poderes financieros e industriales, el apoyo de la prensa, etc.; en definitiva, todo aquello que en el pasado había mantenido a sus antecesores del PCI heredado dentro de los límites marcados por un veto que los alejaba del gobierno. Se podrá dudar, como al final de la noche electoral apuntaba el periodista Marco Travaglio, uno de los pocos aguerridos defensores del No, de si era posible que nadie hubiera previsto este resultado final, de si, en el fondo, Renzi no ha sido más que un ingenuo -y esta parte de lectura es ya inferencia mía-, un chivo expiatorio para una jugada necesariamente ganadora de quienes andan por encima de su cabeza: si salía bien, les hacía el trabajo sucio, si salía mal, se deshacían de él.

Que Renzi apostara por su dimisión como chantaje electoral tenía doble valencia: una para su liderazgo interno, para obligar a cerrar filas en un PD que no ve otras alternativas entre sus políticos; otra para el electorado de izquierdas, que puede temer tanto los efectos de nuevos gobiernos de derechas como las soluciones técnicas de consenso que marcaron el peor momento de la crisis.

Esta campaña en Italia ha sido todo lo demencial o más que pueda imaginarse, en sintonía con las guerras sucias y limpias mediáticas a las que desgraciadamente nos estamos acostumbrando. La hipocresía asumida chirría y se condensaba la pasada madrugada en su discurso de dimisión, donde no ha habido la más mínima alusión a ese Apocalipsis que nos esperaba si ganaba el No. Ausencia tan notable como la de uno de los principales artífices de la reforma, Maria Elena Boschi, interpelada jocosamente en todas las redes sociales.

Los medios españoles hablarán de todo esto y de mucho más. Matizarán los peligros populistas (?) transalpinos con el glorioso modo en que se han conjurado mayores peligros en tierras austriacas. Lo que seguramente nadie va a señalar es que Renzi tuvo la media decencia de intentar colar, pidiendo el voto al pueblo italiano, las medidas de gobernabilidad, de reducción de control democrático de las instituciones, etc., esas que en otros países como España han ido endosando las mayorías parlamentarias sin consultarlo con el pueblo (y que, si atendemos al programa electoral del PP, intentarán seguir haciéndolo). El que lo llevara a cabo tratando de presentarlo en un paquete más amplio y atractivo -un poco como en España se coló la monarquía-, dice algo a su favor. Sólo que se topó con una ciudadanía y con una Constitución antifascista que han unido una Italia transversal, a la que le ha importado poco que los sindicatos, SEL, M5S, Berlusconi o Salvini, tan opuestos ideológicamente, se expresaran contrarios a la reforma. Y de ahí también un triunfo que encuentra sus verdaderas raíces en las numerosas asociaciones, movimientos y comités que, en esta ocasión, sí se unieron con un objetivo común. Un triunfo que resulta abrumador en el voto de los jóvenes y que refleja también la baja aceptación de una reforma territorial que no ha sido bien digerida en el sur del país ni en los territorios insulares. No caben análisis simplistas, los resultados reflejan un fracaso con causas bien precisas.

Se ve oscuro el porvenir de un joven líder, pero los ritmos políticos andan acelerados. Para Renzi todo llegó a destiempo. En el momento inicial de su salto a la política nacional, me pareció absurdo que no lo presentaran de inmediato como el antídoto a Berlusconi. Estoy convencido de que habría funcionado. Sin embargo, el PD perdió los tiempos y los papeles. Al igual que le ocurrió entonces a IU en España, desoyó la protesta social o quiso capitalizarla pensando que eran ovejas destinadas a volver al rebaño, sin más. Y, de repente, les había nacido el M5S de la nada y se les iba desgajando su flanco izquierdo conforme ellos iban ocupando sillones del poder.

Hay, sin embargo, algo mucho más duro y sintomático en todo este contexto. Italia no vive una anomalía como la española, donde la derecha ha sido súbdita, en los últimos decenios, desde el punto de vista de los intereses económicos que representan. Es cierto que algunos de los fragmentos disidentes del berlusconismo, visibles en personajes como Angelino Alfano o Fabrizio Cicchitto, se mantienen aún fieles a las políticas neoliberales y a la globalización. Sin embargo, bastaba escuchar anoche las declaraciones de Salvini o de Brunetta para comprender que la Lega Nord y Forza Italia van por otros derroteros. Los consensos de los poderes están fragmentados y el dedo acusador apuntaba, con toda su saña, al capital especulativo financiero. La derecha antieuropeista toma cuerpo definitivamente y alza la cabeza sin complejos y esa actitud se replica por todos los rincones del tablero. Esperábamos el efecto Trump en Austria y nos apareció en Italia.

Renzi, sin quererlo, jugando a ser estadista sin Estado, abrió la caja de los truenos. Veinte puntos de diferencia duelen y declaran a todos una oportunidad. La oposición pide, también unánimemente, elecciones anticipadas, adecuando constitucionalmente de forma rápida la ley electoral. El PD se arriesga a ser el último baluarte de unos intereses de la UE que en Italia cada vez son menos populares. El regreso del proteccionismo y el cambio de ciclo parece servido como tendencia, aunque nadie sepa bien aún cómo se sale del actual atolladero. Se acercan tiempos de tormentas y Renzi no tuvo nunca un buen meteorólogo. O bien no quiso ver que había a su alrededor danzadores de la lluvia que llevaron siempre mejores bazas que él. Su discurso sobreactuado de dimisión le confería una triste dignidad desfasada. Él tal vez aún no lo sepa, y es posible que tarde en asumirlo; quiso salir con coherencia y con la cabeza bien alta de este lance. En Italia nadie pierde, sino que no gana, nos dijo para ponderar su gesto de asumir responsabilidades, pero todas sus frases se perdían con un eco en el vacío, como preludio de nada.

Trumpantojo

Le hacía eco recientemente a un agudo comentario del periodista Alessandro Gilioli relativo a la torpeza de Renzi, quien relataba cómo Sanders había decidido apoyar a Hillary Clinton en su campaña, mostrándolo como ejemplo en contraste con la izquierda italiana, en su mayoría contraria al voto de apoyo a las propuestas del PD para el referéndum sobre la reforma constitucional. Claro, el juego de identidades, deduce Gilioli, se infiere en modo peligroso, dejando a la derecha el mérito de un NO que por ahora acecha en las encuestas (aunque hablar de encuestas sea ya muy poco fiable, como sabemos).

Todo esto, a día de hoy, entraña un peligro añadido, pues la victoria de Trump le da alas a esas derechas xenófobas, antieuropeístas y partidarias del proteccionismo económico. Las fotografías de Renzi con Obama han envejecido de repente y son ya en blanco y negro, mientras el sepia del cabello de Trump envía nuevos destellos.

En España, se asistió ayer a una repetición del error. Sólo que aquí las anomalías están muy marcadas por ese Spanish is different que el franquismo dejó entre otras peculiares herencias. La derecha presenta dos almas: una ideológica, larvada, acomplejada, con conciencia de culpa, que sólo recientemente empezó a sacar pecho y a reivindicarse con un cierto orgullo, aunque contenido. No puede exhibir ningún tipo de coqueteos abiertamente fascistas, pues abriría profundas heridas y empezaría a dar verdaderamente miedo. De hacerlo, no le sería posible, por ejemplo, seguir manteniendo el discurso con el que se aferra al poder apelando a la alternativa única, al binomio entre civilización y barbarie. Condición que le ha sido transferida a C’s, partido abocado a un callejón sin salida que no le permite más papel que el de ser prótesis del sistema. La otra alma, la económica, muestra sus debilidades respecto a países con mayor fuerza industrial, su dependencia respecto al capital financiero, lo que impide la existencia de matices que encontramos más allá de nuestras fronteras.

Por su parte, la socialdemocracia española, ya casi sin máscara, no puede evitar ser el reflejo invertido de lo dicho para sus tradicionales rivales políticos. Ni siquiera ha demostrado el valor necesario para virar tímidamente el timón, aunque sólo fuera como declaración de intenciones, siguiendo la ruta que llevó a Obama al poder: defender la globalización, pero tratar de recuperar el papel social del Estado para atajar los efectos de la crisis. Europa no estaba dispuesta a optar por un New Deal y decidió sanear el capital financiero -y ya sabemos cómo- preparándose para una fase sucesiva de privatizaciones. El PSOE, actualmente, también obedece órdenes.

Y así llegamos a Trump y al trampantojo. El truco de todo buen prestidigitador pasa por distraer la atención para colar el engaño. Lo que no se está recordando del extraño personaje es que, por mucho que resultara aparentemente cuestionado, es el candidato Republicano, es decir, el de los mismos que iniciaron los procesos de globalización y de políticas neoliberales que nos han traído hasta aquí, con sus mejores y sus peores momentos, en ese orden. Lo que significa que si la prometida refundación del capitalismo a causa de la crisis se está dirimiendo, tras el brexit y la victoria de Trump, a favor de sacrificar la globalización y regresar a medidas proteccionistas, como con gran lucidez ilustró Monereo, y esto se hace precisamente en los países que son cuna de la economía de mercado, la vieja Europa debería empezar a tomar nota.

La anomalía española, sin embargo, no sólo no lo hace, sino que alcanza cotas inusitadas de insensatez. Como buenos lacayos, quienes han dado su apoyo al actual gobierno se aferran a lo existente como si todo esto fuera anecdótico. La situación, por el contrario, incita a pensar que se están fraguando otras vías para afrontar la crisis, algo que de por sí sabe a derrota. Mal síntoma para quienes han demonizado los populismos de derechas y ceguera de órdago para quienes intentan aplicar la misma etiqueta a alternativas que no se corresponden. Sobre todo porque no está claro que el regreso al proteccionismo, desde los parámetros que se están definiendo, signifique, ni mucho menos, una versión actualizada del New Deal, ya que soplan pocos aires de preocupación por la recuperación del estado del bienestar. La nueva receta podría tener efectos colaterales no deseados.

En estas condiciones, en lugar de caer en el trumpantojo, tendrían que empezar a preocuparse por el contagio de países que probablemente den al traste con la UE tal y como la conocemos. Que igual, dentro de no mucho tiempo, los que ahora están afirmando que en Estados Unidos ha ganado el candidato de Podemos, sin importarle la magnitud del disparate que sale de su boca (con la única finalidad de seguir colgando el estereotipo de populismo a sus adversarios), son los mismos a los que vamos a ver cambiarse de chaqueta y decir sin pudor bienvenido, Mr. Trump.

La caída de los Titanes

A veces las películas más inocentes en apariencia esconden sorpresas. En realidad lo hacen casi siempre. Es raro el discurso cultural que no ratifique el sistema de valores que le da vida. Si así no fuera, sería extraño que tanta gente se sentara delante de un televisor esperando, como el niño antes de dormirse, a que le cuenten la misma fábula.

Recientemente me llamó la atención una curiosa pastelada interracial, por lo demás bienintencionada: Remember the Titans. La película, que en español llevó por título Duelo de Titanes, se basa en hechos reales y retrata el cambio de actitud política integradora que permitió que en Estados Unidos se rompieran las barreras étnicas en la esfera educativas durante los años 70. Lo que ocurre es que la versión cinematográfica de los hechos se remonta al año 2000, cuando la expansión neoliberal aún daba sus penúltimos coletazos. De ahí que, sin quererlo, se hiciera apología de la lucha contra el racismo usando un tipo de argumento que hoy brilla con una luz nueva. No es casualidad que se empleara el ejemplo de un equipo de fútbol americano, compuesto ya por negros y blancos, para acabar utilizando una metáfora que se muestra con todo su esplendor en el epílogo: ya no tiene sentido hablar de blancos y negros en un sistema que en realidad diferencia entre vencedores y perdedores. Y lo que a la ideología se le escapa, la falla que no puede esconderse en la analogía, está implícita en el elemento omitido que permite la metáfora: la discriminación. Lo que traducido significa lo que ya sabemos, que la nueva discriminación que desde los años 80 estaba difundiéndose recaía sobre el binomio de winner vs. loser.

Todo esto aparece en esas claves en que el capitalismo había construido su propia legitimación: la virtud, la igualitaria posibilidad del hombre de elaborar su propio destino (self-made man), etc. Conceptos que, sin embargo, generaban conflictos entre las aspiraciones de cada individuo  con su prójimo, con la consiguiente necesidad de un arbitraje neutral, lo que justificó la defensa del papel del Estado y de las instituciones, que gradualmente irían constituyendo la esfera de lo público en su sentido moderno. Y aquí empieza la aventura de los últimos decenios: la privatización de lo público y los desajustes que ocasiona.

Globalización y neoliberalismo, desde el enfoque actual, son dos caras de una misma moneda. El problema emerge cuando se busca un chivo expiatorio externo para dar cuenta de los problemas que el sistema está generando. Así, Rajoy hablaba desde la cumbre del G 20 en Hangzhou de los peligros del populismo, tratando de invertir de este modo las relaciones entre causas y efectos.

El problema de los llamados mercados desregulados, independientemente de que hayan dado lugar a situaciones que no coinciden en todos los países, es que no han supuesto en realidad un nuevo orden. Lo que verdaderamente tenemos son mercados opacos que, como todo el mundo ya sabe -lo calle o no-, han invertido, especialmente en Europa, las relaciones de mediación entre privado y público. Y la consecuencia natural de la pérdida de la función de arbitraje de lo público sobre lo privado crea una crisis de representación (más agravada en España a causa de conflictos que no fueron zanjados en la transición y que ahora salen de su letargo o cobran mayor dinamismo). Si lo público se convierte en una fuente de ganancias a través de su gestión, bien porque se delega en lo privado, bien porque se usan las influencias sobre las instituciones para ponerlas al servicio de intereses que no pueden identificarse con el bien común, no sólo se consolida la corrupción como forma de gobierno, sino que se altera la percepción de los principios democráticos.

Claro está, en este contexto el «no nos representan» es la consecuencia de un sistema que ha alterado sus propias reglas del juego. Del mismo modo, también percibe el ciudadano la inutilidad de su virtud, la imposibilidad de hacer valer sus capacidades para triunfar en la vida. El poder oligárquico no gusta de medias tintas y está dispuesto a hacer del trabajo autónomo su nuevo perverso mecanismo para incitar a la autoexplotación. Además, de un día para otro, la lluvia de gotitas de maná se transformó en granizo y el sueño americano empezó a ser una pesadilla de perdedores. De poco servía ya culpabilizarlos de su propia condición. El masoquismo tienen ciertos límites de tolerancia.

La promesa de refundar el capitalismo se está diluyendo en un simple saneo de las arcas. Lo cual es preludio de nuevos asaltos a lo público: una fuga hacia adelante que amenaza con agravar más la situación. Convendría, pues, responder becquerianamente a Rajoy, así como a todos quienes intentan ver en el exterior los desajustes que han sido creados desde dentro, diciéndole aquello de: ¿y tú me lo preguntas?, el enemigo eres tú.

Con una reflexión final. Durante el siglo XIX el papel del Estado había sido también profundamente cuestionado en la filosofía. Se debe curiosamente al marxismo una recuperación del interés por redefinir su funcionamiento, aunque el siglo XX nos demostró que se estaba lejos de conseguir formas alternativas de organización social. El actual escenario ha determinado una confluencia de intereses de las clases medias y las llamadas populares, que se está traduciendo en una reivindicación de los derechos laborales perdidos y de la recuperación de mecanismos democráticos que permiten que las instituciones velen por el bien común. Sin denostar el interés que ha de tener aspirar al asalto a los cielos y que puede suponer influir desde el gobierno, tal vez convenga recordar que los derechos se pelean uno a uno, que lo local y lo regional tienen gran importancia en este engranaje y que disputar la hegemonía cultural, tarea difícil cuando tu adversario controla casi todos los medios, no se juega sólo en la esfera mediática. También para promover la necesaria cohesión social se necesita ofrecer los instrumentos adecuados. Esa labor tendría que ser hoy prioritaria.

El fustigador automático

Desembarcan los hombres del FMI. No son cuñados, son expertos, como reza alguna publicidad. Representan el nuevo imperativo categórico del porque sí. Son los nuevos superhéroes, como Super Mario para la prensa italiana (Draghi para los antagonistas). No vienen capitaneados por la vikinga Lagertha, pero conviene guardarse bien de Lagarde. La Garduña regresa a suelo patrio dispuesta a restablecer la ley y el orden, ése que se constituye en nombre de lo invisible, de lo impersonal: «lo dice Europa», «la seguridad de los mercados», «el interés de los inversores»…

Vienen dispuestos a decretar el final del juego, ese misterioso azar por el que se dio a España una bula temporal, la que ha permitido hacer tímidamente lo que decían en Podemos pero sin Podemos -o con Podemos como excusa. Vienen a recordarnos que esta pausa de la que se gozó para que el PIB tomara un respiro tiene fecha de caducidad. Es necesario un nuevo gobierno fuerte, sin fisuras, para austerizar esos Estados mediterráneos que, por vicisitudes históricas y por padecer de forma más violenta las consecuencias del delirio neoliberal, son menos domesticables. Vienen para intentar imponer la irreversibilidad de los procesos, lo que al mismo tiempo se está tratando de conseguir con el proyecto de reforma de la Constitución italiana.

Las medidas de fuerza suelen ser un signo de debilidad. Saben que no hay digestión que soporte ya volver a comulgar con ruedas de molino. Lo que su aparente infalibilidad no permite esconder son las responsabilidades. Las crisis no llueven del cielo. Y los genios de las finanzas, con su incuestionable clarividencia, deberían poder resolverlas antes de que se manifiesten. Es así como se garantiza la credibilidad. En caso contrario, igual caemos en la cuenta de que Europa, los mercados, los inversores, somos nosotros. Porque así debería ser por definición y si no lo somos es que alguien nos está engañando.

Claro, en ese juego de invisibilidades, en esas impersonalizaciones de poderes anónimos y supremos, hay un proceso más amplio para el que este modelo productivo en plena globalización sólo es (frágilmente) sostenible homologando las condiciones y los derechos laborales, haciéndonos a la vez países desarrollados y tercer mundo. De ahí la necesidad de que nuestros jóvenes tengan que ir en busca del bienestar a economías que se hallan en condiciones más saludables, mientras nosotros cubrimos parte de la nueva pobreza con la afluencia de emigración de quienes están en peores condiciones en sus países de origen. Mecanismo que, unido al fomento de un nuevo precariado autónomo, parece destinado a romper cualquier tipo de solidaridades sindicales en una sociedad ya de por sí atomizada. Se impone reaccionar reinventando estrategias de defensa más eficaces y adecuadas.

El berlusconismo fue un excelente laboratorio, también en lo relativo al control mediático, sólo que con los primeros rigores de la crisis el capital financiero no podía obligar al gobierno italiano a actuar en contra de sus propios intereses económicos (no ya nacionales, sino personales) y, desde una derecha acostumbrada a políticas más proteccionistas, la amenaza de salir del Euro podía aparecer. Y lo hizo, aunque duró casi lo mismo que la reciente de Pedro Sánchez para formar un gobierno alternativo. Lo que hace unos meses se empezó a consumar con el Brexit, en Italia no pasó de hipótesis incoativa. No todos los países gozan de los mismos privilegios. Pero sí quedó claro, en esa larga y triste experiencia, que las nuevas identidades previas a la crisis neoliberal habían funcionado: cuanto mejor le vaya al jefe, mejor me irá a mí. Justo lo que el PSOE estaba pagando entonces en España, su primer harakiri: conforme avanzaban las privatizaciones, perdía los votos de quienes ya no tenían interés en defender al partido que se había erigido durante años como baluarte de lo público.

Vienen pues, ahora, nuestros superhéroes dispuestos a conducirnos a los encuentros en la tercera fase. Vienen, como en un mal chiste, a bordar el relato que aquí ya se estaba cociendo con la inestimable labor de nuestras costureras y de nuestros costureros. Vienen con la falta de perspectiva que dictan las dinámicas de los mercados. Cuando se hacía política seriamente, se consideraban las estrategias a largo plazo. En el actual contexto, este tipo de soluciones no cabe en sus planes. Se necesita estar muy ciego para no darse cuenta de que traen intenciones de tierra quemada. Pero, en fin, a uno ya nada le asombra. Por ahora, no queda más que tomarse las cosas con buen humor: imaginarse, con las debidas dosis de hipérbole, que igual llega el día en que deciden que la productividad aumenta si introducen al fustigador, figura encargada de estimularnos a latigazo limpio cuando nuestra atención mengua y cala nuestro rendimiento laboral. Basta con que lo diga Europa, lo confirmen los mercados y se haga reaccionar positivamente a los inversores. La bolsa o la vida: he aquí el dilema.

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