Renzi ha muerto. ¡Viva Renzi!

A Renzi se le puede reprochar casi todo lo que queramos, salvo una cuestión sobre la que dudo que dentro de unas horas se haga mención en ninguna columna periodística española. Se podrá hablar de su suicidio político innecesario, de una dimisión que nadie le había pedido y que usó desde el principio como amenaza en caso de la que jugada del referéndum saliera cruz. Se podrá valorar de diferentes modos su osadía política, su lucha a destiempo por centralizar al PD en el escenario, su ambición al proponerse como artífice de los deseos de la UE a cambio de lograr el beneplácito de los poderes financieros e industriales, el apoyo de la prensa, etc.; en definitiva, todo aquello que en el pasado había mantenido a sus antecesores del PCI heredado dentro de los límites marcados por un veto que los alejaba del gobierno. Se podrá dudar, como al final de la noche electoral apuntaba el periodista Marco Travaglio, uno de los pocos aguerridos defensores del No, de si era posible que nadie hubiera previsto este resultado final, de si, en el fondo, Renzi no ha sido más que un ingenuo -y esta parte de lectura es ya inferencia mía-, un chivo expiatorio para una jugada necesariamente ganadora de quienes andan por encima de su cabeza: si salía bien, les hacía el trabajo sucio, si salía mal, se deshacían de él.

Que Renzi apostara por su dimisión como chantaje electoral tenía doble valencia: una para su liderazgo interno, para obligar a cerrar filas en un PD que no ve otras alternativas entre sus políticos; otra para el electorado de izquierdas, que puede temer tanto los efectos de nuevos gobiernos de derechas como las soluciones técnicas de consenso que marcaron el peor momento de la crisis.

Esta campaña en Italia ha sido todo lo demencial o más que pueda imaginarse, en sintonía con las guerras sucias y limpias mediáticas a las que desgraciadamente nos estamos acostumbrando. La hipocresía asumida chirría y se condensaba la pasada madrugada en su discurso de dimisión, donde no ha habido la más mínima alusión a ese Apocalipsis que nos esperaba si ganaba el No. Ausencia tan notable como la de uno de los principales artífices de la reforma, Maria Elena Boschi, interpelada jocosamente en todas las redes sociales.

Los medios españoles hablarán de todo esto y de mucho más. Matizarán los peligros populistas (?) transalpinos con el glorioso modo en que se han conjurado mayores peligros en tierras austriacas. Lo que seguramente nadie va a señalar es que Renzi tuvo la media decencia de intentar colar, pidiendo el voto al pueblo italiano, las medidas de gobernabilidad, de reducción de control democrático de las instituciones, etc., esas que en otros países como España han ido endosando las mayorías parlamentarias sin consultarlo con el pueblo (y que, si atendemos al programa electoral del PP, intentarán seguir haciéndolo). El que lo llevara a cabo tratando de presentarlo en un paquete más amplio y atractivo -un poco como en España se coló la monarquía-, dice algo a su favor. Sólo que se topó con una ciudadanía y con una Constitución antifascista que han unido una Italia transversal, a la que le ha importado poco que los sindicatos, SEL, M5S, Berlusconi o Salvini, tan opuestos ideológicamente, se expresaran contrarios a la reforma. Y de ahí también un triunfo que encuentra sus verdaderas raíces en las numerosas asociaciones, movimientos y comités que, en esta ocasión, sí se unieron con un objetivo común. Un triunfo que resulta abrumador en el voto de los jóvenes y que refleja también la baja aceptación de una reforma territorial que no ha sido bien digerida en el sur del país ni en los territorios insulares. No caben análisis simplistas, los resultados reflejan un fracaso con causas bien precisas.

Se ve oscuro el porvenir de un joven líder, pero los ritmos políticos andan acelerados. Para Renzi todo llegó a destiempo. En el momento inicial de su salto a la política nacional, me pareció absurdo que no lo presentaran de inmediato como el antídoto a Berlusconi. Estoy convencido de que habría funcionado. Sin embargo, el PD perdió los tiempos y los papeles. Al igual que le ocurrió entonces a IU en España, desoyó la protesta social o quiso capitalizarla pensando que eran ovejas destinadas a volver al rebaño, sin más. Y, de repente, les había nacido el M5S de la nada y se les iba desgajando su flanco izquierdo conforme ellos iban ocupando sillones del poder.

Hay, sin embargo, algo mucho más duro y sintomático en todo este contexto. Italia no vive una anomalía como la española, donde la derecha ha sido súbdita, en los últimos decenios, desde el punto de vista de los intereses económicos que representan. Es cierto que algunos de los fragmentos disidentes del berlusconismo, visibles en personajes como Angelino Alfano o Fabrizio Cicchitto, se mantienen aún fieles a las políticas neoliberales y a la globalización. Sin embargo, bastaba escuchar anoche las declaraciones de Salvini o de Brunetta para comprender que la Lega Nord y Forza Italia van por otros derroteros. Los consensos de los poderes están fragmentados y el dedo acusador apuntaba, con toda su saña, al capital especulativo financiero. La derecha antieuropeista toma cuerpo definitivamente y alza la cabeza sin complejos y esa actitud se replica por todos los rincones del tablero. Esperábamos el efecto Trump en Austria y nos apareció en Italia.

Renzi, sin quererlo, jugando a ser estadista sin Estado, abrió la caja de los truenos. Veinte puntos de diferencia duelen y declaran a todos una oportunidad. La oposición pide, también unánimemente, elecciones anticipadas, adecuando constitucionalmente de forma rápida la ley electoral. El PD se arriesga a ser el último baluarte de unos intereses de la UE que en Italia cada vez son menos populares. El regreso del proteccionismo y el cambio de ciclo parece servido como tendencia, aunque nadie sepa bien aún cómo se sale del actual atolladero. Se acercan tiempos de tormentas y Renzi no tuvo nunca un buen meteorólogo. O bien no quiso ver que había a su alrededor danzadores de la lluvia que llevaron siempre mejores bazas que él. Su discurso sobreactuado de dimisión le confería una triste dignidad desfasada. Él tal vez aún no lo sepa, y es posible que tarde en asumirlo; quiso salir con coherencia y con la cabeza bien alta de este lance. En Italia nadie pierde, sino que no gana, nos dijo para ponderar su gesto de asumir responsabilidades, pero todas sus frases se perdían con un eco en el vacío, como preludio de nada.

El voto cautivo y el voto de identificación

Durante años, en Italia, había que armarse con linternas y focos, había que escudriñar los rincones más remotos para encontrar un votante declarado de Berlusconi. Quien más y quien menos podía contar con la nítida lectura que permitían los resultados electorales para comprender que el trasvase de la Democrazia Cristiana cuadraba, que habíamos pestañeado un momento y donde antes estaban ellos ahora estaba escrito Forza Italia. Tangentopoli se había resuelto, a la postre no resuelto, de esta manera, como si ahora en España se sustituyera en bloque al PP por Ciudadanos: una garantía para que nada cambiase.
Hablar de voto cautivo para explicar resultados de mayorías es usar un concepto insultante para muchas personas. Desgraciadamente, si buscamos razones, hallaremos un mecanismo más perverso, que tendríamos que asumir para comprender correctamente lo que sucede en nuestra sociedad. No niego la existencia de votantes que desgraciadamente no tienen casi elección. La complicidad social tiene grados y la ideología tiene capacidad de sobra para ponernos en bandeja coartadas y autoengaños con que justificarnos, pero no todo se puede meter en el mismo saco. Hay niveles directos de implicación en las esferas sociales vinculadas más estrechamente con la política, ya sea por beneficios recibidos, ya sea porque se ve en peligro el estatus, pero por fortuna, aunque no son casos aislados, sí son muy extremos. Se diría que además resultan de sobra compensados por quienes desgraciadamente han empezado a quedar al margen, por quienes carecen de trabajo y de influencias.
Regresando al ejemplo italiano del que partía, hay otro síntoma alarmante cuando consideramos a día de hoy lo que significó Mani Pulite: en los 90 había una moral pública que podía hacer caer de un plumazo un entero partido, incluso aunque se tratara de una de las piezas claves constituyentes de la República italiana en 1946. Sin embargo, nadie se rasgó las vestiduras, ni dijo que se estuviera atentando contra el pacto social. Al contrario, hubo un sentimiento nacional de vergüenza. Con los democristianos, escindidos y polarizados hacia otras alianzas, cayó también Craxi y las siglas que representaba se diluyeron, a pesar de tímidos esfuerzos por hacerlas rebrotar. No volverían ya a ser determinantes.
En estas condiciones, lo que uno se esperaría sería la desaparición del votante de dichas opciones, pero no la invisibilidad del votante nuevo. Este fenómeno se puede analizar de dos maneras. La sociología tiende a hacerlo a partir de datos, pero éstos no siempre explican lo que captamos a través de sensaciones, mediante el análisis directo que nos proporciona el contacto con las personas. En este sentido, lo que Forza Italia supuso con ese gran anatema político que constituía la representación directa de los intereses económicos privados en el Estado, revelaba un peligro que la socialdemocracia debería haber estudiado en su momento. El voto a Berlusconi era un voto de identificación, de pertenencia a un engranaje, no ya a una clase social. Había empezado a instalarse el discurso de que si le va bien a quien te ha dado el puesto de trabajo, será también beneficioso para ti. De ahí esa contradicción, en un periodo de incertidumbre en que, con los primeras metas conseguidas de esa llamada sociedad del bienestar, los desajustes que actualmente padecemos no se vislumbraban en el horizonte. Lo cual marcó, ante la completa ceguera de la izquierda, una transición desde la conciencia de clase del pasado siglo hacia nuevos modelos de identidad. Y ahí, el poder mediático que Berlusconi monopolizaba le hizo ganar decisivamente terreno. Por eso había en sus votantes una cierta conciencia de culpa que los convertía en mayoría invisible, al menos durante la primera década de existencia de este partido y de su transformación en las sucesivas coaliciones.
No obstante, hubo una ceguera mayor, que ha llegado casi hasta nuestros días, el grave error de la socialdemocracia y de su abrazo a la remodelación de la tercera vía era, si consideramos estas premisas, el definitivo suicidio político al que puede verse abocada si no rectifica urgentemente: al reducir gradualmente el peso de lo público, redujo visiblemente el peso de voto por identificación, que fue yendo a parar poco a poco a manos de los representantes de quienes tutelaban legítima o no tan legítimamente, según hemos comprobado, los sectores privados para los que ahora cada vez más gente trabajaba. Romper esta cadenas de identidades sólo se puede conseguir recobrando el terreno perdido y politizando la esfera pública, ampliando los márgenes de participación ciudadana. Pero la espectacularización mediática a la que hábilmente nos han sometido supone un obstáculo. La influencia de ésta sólo ha empezado a quebrarse con el paulatino protagonismo que van adquiriendo las nuevas formas de comunicación y las redes sociales, lo que en gran medida ha permitido la actual momentánea reacción.
Es evidente que Podemos ha sido la iniciativa, ahora ya transformándose en partido, que mejor ha leído nuestro panorama. Pero su base es la de los nuevos niveles de marginación social: el paro, la precariedad, las jóvenes generaciones no integradas en el sistema, el descontento intelectual y la intolerancia ante la corrupción. Careciendo de otras fuentes de voto de identificación, sus límites actuales de apoyos pueden oscilar entre un 15 y un 30% de votantes potenciales. Algo que parece un milagro para un partido que aún está construyendo su infraestructura. Para un asalto al poder se va a necesitar algo más. A tenor de lo previsible, en el actual laboratorio de estas elecciones municipales parece que esa otra vía, con estrategias integradoras como Syriza, pero con formas de organización más cercanas a las de Podemos, se pueda presentar como una solución más exitosa, como un camino adecuado para recoger mayores consensos. La mejor noticia de todo esto, en el caso de que los resultados ratificaran las previsiones, es que muchas personas empezamos a recobrar una opción política que nos represente. La duda, que ha de resolverse el próximo 24, es si en las próximas generales convendrá apostar por un Ahora España, mientras Podemos termina de organizarse, sin precipitación y sin pasos en falso. Ya sabemos por otras formaciones emergentes que la prisa no es buena consejera. La prudencia, a pesar de la necesidad de aprovechar un momento clave, con que Podemos ha renunciado a las municipales es garantía de voluntad de hacer las cosas bien. Y si algo es imprescindible, considerando lo que se otea en el horizonte, es que las cosas se hagan bien.

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