Me he pasado muchos años causando un cierto estupor entre amigos y enemigos cada vez que discutía de política. Es muy difícil hablar de política; se usa, y hasta en contadas excepciones se consigue poner en práctica pacíficamente, pero la colocación distintiva, el verbo que a todos se nos presenta como el correspondiente más nítido es discutir y no se trata de algo casual. Reconozco que, en mi caso, era una costumbre exagerada; tendía a intervenir poco, pero, cuando lo hacía, siempre era a contracorriente. Me atenía, sin embargo, a un principio muy elemental: los nuestros nunca me parecieron muy nuestros. O, peor aún, le daba la vuelta a la cuestión, imitando lo que Yupanqui comentaba sobre aquella canción que lo llevó por un breve período a la cárcel, las “Preguntitas sobre Dios”, y que le incitaba a reflexionar sobre el reverso del interrogante: ¿Dios cree en mí? Pues eso: la política que hemos padecido en los últimos decenios ¿creía en el ciudadano?, ¿creía en la persona? Evidentemente, no lo hacía; pero al final ni siquiera se molestaba en fingir hacerlo.
Algo ha cambiado en los últimos meses. En lo personal, cada vez he escuchado con más frecuencia lo de “llevabas razón”; pero no como un reconocimiento, sino como una especie de deuda contraída consigo mismo por parte de los interlocutores, como un reproche que se formulaban por no haber querido ver la gravedad de las consecuencias de cuanto hemos tolerado. En lo impersonal, se hace muy difícil que, después del alardeo y de la ostentación sin ningún tipo de pudor, sus artífices puedan salir airosos con una simple máscara. Tras cada patada a una piedra hallamos un caso de corrupción debajo. Complicidad social, que parecía moneda de cambio inagotable en tiempos de bonanza. Pero se torció todo y no pueden pedir los aplausos de aquellos que pagan las consecuencias. Se habla de la impracticabilidad de ciertas propuestas audaces que la nueva política plantea, pero a nadie le resulta inaudito que en nuestros intrincados mecanismos económicos lo viable sea que el pobre rescate al rico, que el ajusticiado alabe la cuchilla del hacha del verdugo. Piensan, siguen convencidos de que con algo de cosmética, con rostros nuevos y rejuvenecidos, este inmenso tinglado volverá a encauzarse. Y fuerzan, hipotecando nuestro futuro, los escasos recursos que nos han dejado en busca de algún índice alentador de crecimiento o de un atisbo de disminución del paro debido al aumento del trabajo estacional. No sé cómo lo ves tú, pero yo sigo bastante indignado. Y me sorprende usar todavía ese término eufemístico, el grado correcto es el del cabreo.
Qué duda cabe, Podemos no es una panacea. Se equivoca Iglesias al ufanarse de sus ingredientes secretos, declarando recientemente en Portugal las recetas del éxito. Como Grillo había demostrado ya en Italia, bastaba la crítica abierta a la clase política para recoger los frutos de tanta prepotencia incompetente a la que hemos estado sometidos. Sólo que si se cosecha y no se planta, se pierde rápido el crédito tan frágil y fatigosamente obtenido. De ahí que, con la debida sagacidad, nuestra nueva formación medite y no quiera dar palos de ciego. Podemos va en serio. Está aprovechando los resquicios que ha dejado el sistema y ha empezado a causar miedo. No va a ser un juguete en manos de poderes fácticos, deseosos de tener bien aferrada la sartén por el mango a la hora de pactar con representantes políticos débiles y amenazados; por eso no habían visto con malos ojos, en principio, el que un nuevo partido pusiera en jaque a los ya maltrechos tradicionales. Pero los debutantes crecieron demasiado en sus expectativas de voto y ya les han fijado un tope. También la casta ha comprendido que no va a sacar tajada si siguen tirándose los trastos a la cabeza: tienen que concordar una tregua frente al enemigo común recién nacido. Sólo que, así, el tablero político empieza a mostrar sus verdaderas contradicciones. Tales ataques conducen a la victimización del adversario y pasan por el riesgo de ser leídos con sospecha y de provocar efectos colaterales indeseados. La estereotipada casta se va a poner al descubierto, dando más razón de ser, si cabe, al discurso al que se enfrenta. Todo esto huele a querer y no poder.
El miedo y la inquina delatan debilidad y el enemigo no es torpe: se prepara ya para las embestidas. Se ha dado cuenta y empieza a usar los argumentos a su favor, para sus propios propósitos. La casta no va a ser más casta (o sí, depende del significado que interpretemos) por dejar de airear trapos sucios y sacar a relucir el pelo de algún huevo podemista, podrido o pudriéndolo a la fuerza. Con tan poca arenisca no van a conseguir ocultar sus propias rocas. La opinión pública no está para que la condecoren con ulteriores ingenuidades que ofenden el sentido común. Basta. Si se han decidido por ese camino, tardarán poco en darse cuenta de que es un callejón sin salida.
Pero se equivocaría también Podemos si subestimase la delicadeza del proceso al que se enfrenta. Navegar por aguas inexploradas comporta asumir muchos riesgos. De nuevo, los herederos del pensamiento de izquierdas ante la necesidad de inventarse. A todas luces, y a pesar de errores y horrores, el episodio más apasionante que ha definido el siglo pasado. Crear política, ahora a través de redes de opinión, recoger el descontento popular y canalizar ideas para que las voces acalladas se trasformen en actos no es tarea fácil y, sobre todo, carece de precedentes. Pero si no somos partícipes de esa osadía, difícilmente dispondremos de argumentos para quejarnos luego. Eso, los votos más jóvenes lo saben y han captado perfectamente quiénes pueden, y quiénes no, ser sus interlocutores.
Ahora bien, ese miedo a Podemos va acompañado de otras reticencias inusitadas, sobre todo si comparamos con otros países y con otras realidades sociales. Si quieren convertirse en una verdadera alternativa de gobierno sólo hay una vía. No poseen, como el M5S, el don de la transversalidad. No son inanes. No son la protesta por la protesta. Está bien proponer la metáfora de los de arriba y los de abajo, abandonando esa inoperativa ubicación de derechas e izquierdas. Pero no es suficiente. No se ayuda de manera incisiva a romper con algo mucho más grave y a la vez más ridículo, pero real y patente. Leo, entre líneas, algún destello esperanzador en el discurso de Pablo Iglesias al que aludía, cuando menciona la estrategia de “partir la espina dorsal de los consensos sociales creados por el neoliberalismo”. Son, pues, conscientes de esta necesidad. Sólo que España, esa España que creo seguir conociendo a pesar de la distancia, tiene aún resabios ideológicos muy interiorizados que dan a muchos votantes una visión distorsionada de sí mismos. Son los reflejos de las castas, esos extraños resplandores por los que tanta pobre gente cree ser uno de ellos, por los que tantas personas sin intereses, ni bancarios ni de propiedad, siguen convencidas de que las reformas que les plantean les van a sustraer algo propio e inalienable. Y como ahora esta pobre gente ya no tiene casi nada, como le han cedido los restos a sus encorbatados y enchaquetados benefactores, lo único que les queda es que no los represente alguien con coleta y de trapillo. Hay que salvar la máscara, la ilusión de ser. De ahí ese irreprimible desprecio de perroflauta, de chavistas, de desarrapados… Esa rémora, que ya es conciencia sin clase, porque la verdadera clase la determina el dinero y ése está en otras manos, no se ha dado cuenta de que la historia le ha pasado por encima. Esa parte de una clase media medio descoyuntada, cuya devoción y admiración al verdugo roza el masoquismo, se aferra al abolengo de trozos de fractura de vértebra, creyendo satisfecha que el marxismo está muerto, ignorando que éste no es más que la constatación de las contradicciones del sistema que respiramos. Para matar al marxismo hay que matar al capitalismo, porque ambos son la hidra de las siete cabezas de su reverso. Lo que sí se ha muerto, y no se han querido percatar, es precisamente el fantasma con que se identifican: la vieja clase media antaño privilegiada y saturada de ínfulas señoriales. Lo que queda de ella es sólo un eco que otros más hábiles hacen resonar de vez en cuando para que el burro corra tras la zanahoria. Y va a ser “bastante imposible” concienciarlos de que precisamente son estos perroflautas podemistas los que están velando por sus intereses. Difícil, pero de alguna manera tendrán que intentarlo. Y, de paso, desengañar a los otros pseudoprivilegiados de la tortilla vuelta, convencidos durante años de que gobernaban los suyos y para los suyos, para que abran los ojos y vean que ya no quedan lentejas en el plato por el que se habían vendido. Casi nada: reinventar una política seria. Dudo de hasta qué punto será posible, pero sí sé, perfectamente, quiénes no van a hacerlo. A ver si Podemos…
P. S.: Habrá quien torpemente se sorprenda con la «irresistible ascensión» de Podemos. El que un movimiento con verdadera vocación social pudiera cubrir ese vacío político en España es lo que planteaba en este mismo blog (Tsunamis de laboratorio) hace ya más de un año, tras el fracaso en Italia de Bersani y la irrupción del M5S. Sería incongruente el no alegrarme ahora de que Podemos esté desarrollando precisamente esa función.
Espero no tener que añadir muchas glosas al texto. Choca que desde otras orillas se empiece a tildar a Podemos de haber surgido de conjuras profesorales y sindicatos universitarios. Y, al parecer, no predica con el ejemplo, porque antes de entrar en política habría que barrer la casa propia, como si ellos fueran los responsables de todo lo que se guisa por esos lares (y con escobas que nadie ha puesto en sus manos, se supone). No sé qué se entiende a veces como prioridades en los asuntos de estado, pero lo positivo, en cualquier caso, es que se reconozcan ciertos componentes que están ahí y que la derecha ha querido siempre ignorar. Igual, entre todos, van a conseguir que aparezca una imagen más clara y en su justa dimensión. Choca porque los ataques a las castas universitarias, que también las hay, conviene formularlos cuando toca (por ejemplo, tras muchas reformas insuficientes o equivocadas) y donde toca. En caso contrario, nos arriesgamos a caer en paralogismos a los que se les ve demasiado el anzuelo.