Desembarcan los hombres del FMI. No son cuñados, son expertos, como reza alguna publicidad. Representan el nuevo imperativo categórico del porque sí. Son los nuevos superhéroes, como Super Mario para la prensa italiana (Draghi para los antagonistas). No vienen capitaneados por la vikinga Lagertha, pero conviene guardarse bien de Lagarde. La Garduña regresa a suelo patrio dispuesta a restablecer la ley y el orden, ése que se constituye en nombre de lo invisible, de lo impersonal: «lo dice Europa», «la seguridad de los mercados», «el interés de los inversores»…
Vienen dispuestos a decretar el final del juego, ese misterioso azar por el que se dio a España una bula temporal, la que ha permitido hacer tímidamente lo que decían en Podemos pero sin Podemos -o con Podemos como excusa. Vienen a recordarnos que esta pausa de la que se gozó para que el PIB tomara un respiro tiene fecha de caducidad. Es necesario un nuevo gobierno fuerte, sin fisuras, para austerizar esos Estados mediterráneos que, por vicisitudes históricas y por padecer de forma más violenta las consecuencias del delirio neoliberal, son menos domesticables. Vienen para intentar imponer la irreversibilidad de los procesos, lo que al mismo tiempo se está tratando de conseguir con el proyecto de reforma de la Constitución italiana.
Las medidas de fuerza suelen ser un signo de debilidad. Saben que no hay digestión que soporte ya volver a comulgar con ruedas de molino. Lo que su aparente infalibilidad no permite esconder son las responsabilidades. Las crisis no llueven del cielo. Y los genios de las finanzas, con su incuestionable clarividencia, deberían poder resolverlas antes de que se manifiesten. Es así como se garantiza la credibilidad. En caso contrario, igual caemos en la cuenta de que Europa, los mercados, los inversores, somos nosotros. Porque así debería ser por definición y si no lo somos es que alguien nos está engañando.
Claro, en ese juego de invisibilidades, en esas impersonalizaciones de poderes anónimos y supremos, hay un proceso más amplio para el que este modelo productivo en plena globalización sólo es (frágilmente) sostenible homologando las condiciones y los derechos laborales, haciéndonos a la vez países desarrollados y tercer mundo. De ahí la necesidad de que nuestros jóvenes tengan que ir en busca del bienestar a economías que se hallan en condiciones más saludables, mientras nosotros cubrimos parte de la nueva pobreza con la afluencia de emigración de quienes están en peores condiciones en sus países de origen. Mecanismo que, unido al fomento de un nuevo precariado autónomo, parece destinado a romper cualquier tipo de solidaridades sindicales en una sociedad ya de por sí atomizada. Se impone reaccionar reinventando estrategias de defensa más eficaces y adecuadas.
El berlusconismo fue un excelente laboratorio, también en lo relativo al control mediático, sólo que con los primeros rigores de la crisis el capital financiero no podía obligar al gobierno italiano a actuar en contra de sus propios intereses económicos (no ya nacionales, sino personales) y, desde una derecha acostumbrada a políticas más proteccionistas, la amenaza de salir del Euro podía aparecer. Y lo hizo, aunque duró casi lo mismo que la reciente de Pedro Sánchez para formar un gobierno alternativo. Lo que hace unos meses se empezó a consumar con el Brexit, en Italia no pasó de hipótesis incoativa. No todos los países gozan de los mismos privilegios. Pero sí quedó claro, en esa larga y triste experiencia, que las nuevas identidades previas a la crisis neoliberal habían funcionado: cuanto mejor le vaya al jefe, mejor me irá a mí. Justo lo que el PSOE estaba pagando entonces en España, su primer harakiri: conforme avanzaban las privatizaciones, perdía los votos de quienes ya no tenían interés en defender al partido que se había erigido durante años como baluarte de lo público.
Vienen pues, ahora, nuestros superhéroes dispuestos a conducirnos a los encuentros en la tercera fase. Vienen, como en un mal chiste, a bordar el relato que aquí ya se estaba cociendo con la inestimable labor de nuestras costureras y de nuestros costureros. Vienen con la falta de perspectiva que dictan las dinámicas de los mercados. Cuando se hacía política seriamente, se consideraban las estrategias a largo plazo. En el actual contexto, este tipo de soluciones no cabe en sus planes. Se necesita estar muy ciego para no darse cuenta de que traen intenciones de tierra quemada. Pero, en fin, a uno ya nada le asombra. Por ahora, no queda más que tomarse las cosas con buen humor: imaginarse, con las debidas dosis de hipérbole, que igual llega el día en que deciden que la productividad aumenta si introducen al fustigador, figura encargada de estimularnos a latigazo limpio cuando nuestra atención mengua y cala nuestro rendimiento laboral. Basta con que lo diga Europa, lo confirmen los mercados y se haga reaccionar positivamente a los inversores. La bolsa o la vida: he aquí el dilema.